Razón y filosofía para gobernar

Platón (427–347 a. C.), uno de los más grandes filósofos de la política, a través de una alegoría en su diálogo Fedro, analiza el conflicto entre el bien y el mal al interior del alma humana. Según él, esta es como un carro tirado por dos caballos alados y conducidos por un auriga. Uno de los caballos es bueno, virtuoso y de casta noble; el otro es inmoral y todo lo contrario. El bueno permanece por encima de las nubes y el malo permanece en la tierra. La conducción es difícil y problemática, todo es unidad.

Este conductor representa la parte racional del alma que busca guiarla hacia la verdad, el caballo blanco representa los deseos espirituales y el impulso racional o moral que guía el alma a realizar acciones buenas o la parte positiva de la naturaleza pasional, como una justa indignación. El otro representa las pasiones irracionales del alma, apetitos carnales y terrenales. El auriga controla el carro manejando ambos caballos, pero estos a su vez buscan dirigirse en direcciones opuestas debido a su naturaleza buena o mala, por ello con una sabia razón los lleva a la virtud.

El filósofo conoce lo que se sabe y lo distingue de lo que no sabe usando la razón; gracias a ella puede controlar pasiones y deseos de hombres y dioses, por tanto, debe ser el gobernante. De ahí nace que no existe nadie mejor que el filósofo para guiar al Estado en el camino de la virtud; es el mejor de los hombres, ya que es virtuoso.

El político que es sabio y amigo de la verdad procura incrustar esta al alma, busca la iluminación; así como el cochero utiliza la razón, puede elevarse no solamente logrando deseos espirituales, sino que también necesita utilizar las cosas corporales. Sin embargo, cuando el carro no es bien dirigido, el alma cae al mundo de las cosas materiales y se encarna en un cuerpo mortal; sin embargo, controlado correctamente vuelve al mundo ideal, hacia lo divino, lo bueno, lo bello y todas las virtudes hacen que el tamaño de las alas del alma aumente; alegóricamente encuentra la justicia, a la que únicamente se puede acceder por el uso de la razón, ella puede ascender sin problema alguno al camino del bien.

México vive actualmente un proceso electoral donde muchos actores pueden ser caballos virtuosos o viciosos, pero solamente la auténtica ciudadanía, la real, no la simulada, presumida, pero no respetada y menos aún promovida a realmente participar, exclusivamente utilizada como pitorreo electoral, puede racionalmente conducir al alma (nación) hacia el bien comunitario, proteger con su voto a los menos favorecidos y alcanzar la justicia social tan ninguneada por décadas por corrupta opresión.

El mexicano puede dejar que algún cochero tome las riendas y decida por dónde llevarle o puede encauzarlo él mismo. Al final, es probable que no llegue totalmente a donde desea, pero será su propio conductor y no los pervertidos que habían llevado el carruaje manteniendo en un estado de penuria a la inmensa mayoría; saqueando el erario para beneficio personal, creando empresas fantasmas, promoviendo candidatos mentirosos que acusan al contrario de gastos excesivos hasta que la autoridad electoral aclara números y descubre que quien acusa es el auténtico derrochador de los recursos del pueblo, creando montajes de campaña electoral con actores pagados, todo con inmenso corazón fortalecido.

Cuando la irracionalidad conduce al alma, surge la perversidad, con bestial ardor, los opositores generan noticias falsas: deforman hechos como tiroteos que jamás ocurrieron, fallas imaginarias en líneas aéreas y ferroviarias, deudas inmensas por apoyo al pueblo, críticas por defenestración del erario a partidos, descalabros financieros que nunca llegan y ningunean candidatos con capacidad suficiente para controlar los caballos con inteligencia, determinación y verdadera esperanza, nada de torpes risitas.

Inteligencia razonada es dejar de discutir con necios, yo ya les dejo decir lo que quieran, que crean sus propias falacias, allá ellos, yo ni les contesto, les dejo vivir plenamente su irracionalidad. Recuerdo un pasaje histórico cuando un necio le discutió a Diógenes el cínico que el movimiento era ilusorio. El filósofo se levantó, dio varias vueltas en torno al sofista y se volvió a sentar sin decir palabra.

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