Los niños y adolescentes necesitan volver a las aulas después de meses de encierro y más de un año de tomar lecciones en casa frente a una pantalla debido de la pandemia de COVID-19. Confinar la educación en condiciones dispares ha tenido efectos múltiples, incluso emocionales, la mayoría negativos. Corresponde a las autoridades establecer las modalidades apropiadas antes de reanudarlas por entero de manera presencial, y garantizar planteles seguros. La responsabilidad de acatar las medidas biosanitarias —uso de mascarilla, distanciamiento y lavado de manos frecuente— recae en los padres de familia, maestros y en los propios alumnos. El coronavirus puso al mundo patas arriba, pero ya sabe cómo lidiar con él y a qué atenerse si se descuida y juega a la ruleta rusa en lugar de vacunarse. Si el riesgo fuera personal, es su albedrío; pero no, pues la descarga puede enlutar a otros. Ejemplos sobran.
El país está intoxicado de política, pero ninguna autoridad toma decisiones con el afán deliberado de equivocarse y menos de dañar a la población. Existen peligros latentes para la salud, pero el SARS-CoV-2 tomó a todos por sorpresa. Ningún Gobierno actuó con la oportunidad y la eficacia requeridos, pero la ciencia volvió a sacar las castañas del fuego. Los errores se pagan caro, máxime cuando hay vidas de por medio. Uno consistió en politizar la pandemia en vez de unir recursos, estrategias y discurrir en la misma dirección. La vacunación tampoco avanza al ritmo deseado, no por falta de voluntad, sino de antivíricos, pero no se ha detenido.
La economía se adaptó a las circunstancias y reabrió con los cuidados del caso, pero las autoridades, lejos de echar las campanas al vuelo, deben aplicar la ley sin miramientos. Anteponer intereses económicos, imagen y agendas personales a la salud pública es ruin. Los lugares de reunión grupal —restaurantes, bares, cines, clubes— y aun los de concentración masiva —estadios, salones de fiesta— funcionan, pero deben respetar la normatividad establecida. Actuar en sentido contrario expone no solo el bienestar individual, sino también el colectivo. Además, somete al personal médico y a la infraestructura hospitalaria —de por sí agotadas— a presiones insoportables.
Gonzalo Sainz, alumno de la Fundación Colegio Americano de Monterrey —ASFM, por sus siglas en inglés— comparte en un artículo la experiencia de tomar clases en casa frente a una computadora —«puedo describir el estrés y la presión»— y sugiere una serie de medidas para volver a los salones, ya. Reprocha la indecisión de las autoridades, pues a pesar de tener «todo lo necesario para abrir (…) deciden no hacerlo». Por tanto, deplora el cierre del ASFM —ejemplo de cómo funcionar en forma segura— y la clausura de un colegio donde se realizaron 600 pruebas («A mis 13 años opino: abran las escuelas» El Norte, 17.08.21).
«¿Cómo es posible que vivamos en un país donde no podemos volver a clases, pero es legal rentar un salón de eventos, invitar a 50 personas, ponerle de nombre reunión académica y salirse con la suya sin ninguna restricción de salud? ¿Cómo es posible que vivamos en un país donde estamos sentados en una silla haciendo el colegio el lunes, pero el sábado estamos viendo cómo juegan los Rayados contra los Tigres en un estadio lleno? ¿Cómo es posible que el momento en que abramos las escuelas culparemos a los colegios por los contagios y no a las fiestas de cientos de personas en todo el país?». Los Gobiernos tienen la respuesta a las preguntas de Gonzalo, pero prefieren deshojar el tiempo.