Rehén de sí mismo

La arrogancia es mala, peor la ignorancia, y combinadas son fatales para conducir la función pública. La suma conduce a ser cruel sin serlo y autoritario sin pretenderlo. La retórica presidencial de las mañaneras lo lleva a eso: falta de empatía con causas ajenas. Exacerbada intolerancia a voces independientes o críticas. Reiterada inclinación al pleito quienes no le son afines.

Las dificultades del país llaman por un gobierno sensible, que escuche y que entienda el momento nacional. La mayor parte de las dificultades y problemas nacionales vienen del pasado, no son acreditables al gobierno en funciones. Pero lo que se hace complica y agrava el panorama nacional, además se destruye mucho de lo bueno. El presidente López Obrador ha renunciado a representar el todo y con el poder que tiene se regocija en la polarización y el enfrentamiento. Así es y nada hay que indique que vaya a cambiar. El presidente ha declarado estado de guerra y el enemigo es quien no se someta incondicionalmente, toda vacilación entre los propios es traición.

La popularidad no es un fin, sino un medio preciado y escaso para gobernar mejor. ¿Cuántas muertes se hubieran evitado si el presidente hubiera sido ejemplo en el uso del cubrebocas? Una muestra de lo que la arrogancia y la ignorancia conllevan y que han conducido a una tragedia nacional con una cuota de muerte atroz, quizás la más elevada del mundo si atendemos a expertos.

El presidente no se conmueve y lo hace ver cruel en ese y otros temas. El presidente es contradictorio en extremo, un caso para el diván. Afirma ser liberal y es conservador e intolerante. Dice respetar las libertades y como ningún otro mandatario las compromete, especialmente la más sublime de ellas, la de expresión. Señala que lo suyo no es el rencor y los hechos lo contradicen. Su sentido republicano es claramente monárquico con fuertes tintes absolutistas. No hay república sin respeto a los jueces, a la pluralidad política y a la diversidad social; sin un Congreso que represente, sin un poder desconcentrado, autorregulado por la transparencia y fiscalización autónoma e independiente.

El drama que se viene es que el juicio de estos tiempos sobre el gobierno, las élites y la oposición no derivará de las intenciones sino de los resultados. Desde ahora se advierte que el país estará considerablemente peor al momento que concluya la presente administración. Incluso en los dos temas de mayor fortaleza y credibilidad —lucha contra la pobreza y la corrupción— las cuentas no darán para salvar cara, no se diga para presumir.

El legado de la 4T habrá de refugiarse en los propósitos y en la desgastada farsa de culpar al pasado por las faltas propias. Queda la duda de cuántos mexicanos estarán decididos a continuar en la fiesta del engaño. Tres años con popularidad presidencial frente a los malos y trágicos resultados anticipan que no serán pocos. La popularidad hace al presidente rehén de sí mismo.

Sobrerregulación vs. representatividad

Es un acierto del INE interpretar la norma para evitar el fraude a la ley. La pluralidad determinó en la Constitución que ninguna fuerza puede obtener diputados en una proporción mayor a 8 puntos porcentuales respecto a la proporción de votos y que ningún partido tenga más de 60 por ciento de los legisladores. El tema es fundamental en dos sentidos: primero, evitar que una fuerza minoritaria con capacidad para ganar muchos distritos no tuviera un acceso igualitario a la representación proporcional y así generar una desproporción en su representación; segundo, un tema de democracia, que cambiar la Constitución o ganar votaciones calificadas sea un tema de la pluralidad y no de un partido o coalición.

Hay quienes prefieren la gobernabilidad de la sobrerrepresentación a la representatividad propia de la pluralidad. Es una deformación de los sistemas bipartidistas, como Inglaterra y el norteamericano. En los sistemas de pluralidad no se puede sacrificar lo segundo en aras de lo primero.

Mario Delgado, dirigente de Morena, y el presidente López Obrador han visto en el acuerdo del INE una embestida ilegítima para desvirtuar la voluntad ciudadana en su favor. Justo lo contrario, el fraude a la ley de las pasadas elecciones conspira no solo contra el sufragio sino con lo establecido en la Constitución. Corregirlo es de elemental responsabilidad.

El país ha perdido la perspectiva visionaria de Reyes Heroles cuando se resolvió reconocer como partidos, fuerzas políticas para integrarlas a la Cámara de Diputados. Las reformas recientes se han hecho, más que todo, con una perspectiva de corto plazo y a veces con la vista atrás. Efectivamente, el país pudo transformar con acierto su sistema de representación por décadas. Este proceso se vio interrumpido en 2007, cuando se promovió una reforma que restringía las libertades políticas y el reconocimiento de nuevos partidos, además, se dio término a la obligación de los partidos a democratizarse y minó la autonomía del IFE.

El sistema vigente no es perfecto. Debe modificarse. Mayor representatividad es mejor. Al menos igualar la integración de diputados de mayoría y los de representación. Asimismo, incorporar la propuesta planteada por la Presidencia Moderna de Liébano Sáenz, ya hace más de 20 años, de abrir al votante la lista de diputados de representación para que sea el sufragio, y no las oligarquías partidistas, el que determine qué candidatos de representación deben llegar a la Cámara. La sobrerrepresentación debe eliminarse. Se debe aprender a vivir en la pluralidad, justo lo que los partidos dominantes, como el PRI antes y ahora Morena, pretenden evitar.

Aunque el INE hizo lo correcto, la solución es jurídicamente discutible. Queda en el Tribunal Electoral enmendar, si así lo estima, lo mal hecho y recuperar el sentido originario del constituyente de impedir que una fuerza política esté sobrerrepresentada más allá de 8% y, además, hacer materia de la pluralidad la potestad de cambiar la Constitución. Lo peor sería que el Tribunal revertiera lo avanzado.

Autor invitado.

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