Renace con Biden el sueño americano, pero EE. UU. está dividido y malparado

El demócrata asume la presidencia en condiciones críticas después de cuatro años de dislates de su predecesor. Tener control de ambas cámaras le permitirá avanzar su agenda, pero los retos que tiene por delante son enormes; el primero consiste en reconciliar a su país y afianzar la democracia

Relación con México bajo la lupa

Redes sociales imponen su política de restricción

Joe Biden acaba de ser investido como cuadragésimo sexto presidente de Estados Unidos y, desde mucho antes, su nación y la comunidad internacional habían depositado en él sus esperanzas para que una de las democracias más antiguas del mundo recupere su solidez y se le ponga fin a la polarización que ha sumido al país en una de sus peores crisis institucionales.

A ello hay que sumarle una fuerte desestabilización económica; descontento social, provocado por los abusos cometidos contra la población de raza negra y latina; un pésimo manejo de la pandemia, causante de más de 400 mil muertes en el país; y no olvidemos el carpetazo que el exmandatario, Donald Trump, le dio a la lucha contra el cambio climático por considerarla una pérdida de tiempo y recursos.

Consciente de su responsabilidad y con vasta experiencia en política, Biden aprovechó su primer discurso para hacer un llamado a la unidad y empezar a marcar diferencias con respecto a su predecesor. «Hoy prevalece la democracia […]. Somos una nación indivisible y desde hace más de 200 años hemos hecho una transición pacífica del poder, al estilo estadounidense, atrevido, optimista, con la visión de la nación que podemos llegar a ser y que debemos ser». Para dejar claro que con él las transformaciones sí son posibles, señaló como ejemplo a su vicepresidenta, Kamala Harris, la primera mujer en ocupar ese cargo en Estados Unidos, hija de inmigrantes —madre india, padre jamaicano— y de raza negra. «No me digan que las cosas no pueden cambiar», sentenció el demócrata.

«Tenemos que tratarnos con dignidad… con respeto. Tenemos que vernos no como adversarios sino como vecinos, y calmar los ánimos en aras de la unidad, porque si no, no habrá progreso».

Joe Biden, presidente de Estados Unidos

La ceremonia de sucesión tuvo lugar en condiciones singulares. Sin la presencia del mandatario saliente que prefirió abandonar la ciudad en horas tempranas de la mañana, luego de emitir un breve discurso de despedida desde la base militar Andrews, en Washington. Acudieron, en cambio, tres expresidentes, los demócratas Barack Obama y Bill Clinton, acompañados por el republicano George W. Bush.

Tampoco asistió la habitual muchedumbre al evento, a causa de la pandemia y de las fuertes medidas de seguridad que impidieron el acceso de las personas. En su lugar se colocaron 200 mil banderas. Lo que no faltó fueron elementos de la Guardia Nacional pues 25 mil efectivos se desplegaron por las calles perimetrales de un Capitolio blindado hasta los dientes para disuadir —más que enfrentar— cualquier posibilidad de nuevos disturbios.

Fiel a su palabra, Joe Biden se puso a trabajar de inmediato y firmó 17 decretos que buscan, en primer lugar, ponerles freno a algunas de las disposiciones más controvertidas de Trump. Entre las órdenes recién implementadas destacan el uso obligatorio de mascarilla en instalaciones de propiedad estatal, detener la construcción del muro fronterizo con México, reforzar el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA por sus siglas en inglés), revertir las restricciones impuestas a titulares de pasaportes de siete países de mayoría musulmana para ingresar a Estados Unidos, y la reincorporación al Acuerdo de París.

Necesidad de cambio

Hace cuatro años, la sociedad estadounidense, harta de una clase política anquilosada e improductiva, votó por la figura antisistema que personificaba el exitoso magnate neoyorkino, Donald Trump. El experimento terminó por costarle caro a la nación norteamericana que a muy poco estuvo, en dos ocasiones, de ver cómo destituían a su presidente. Acusado, primero, de abuso de poder y de obstrucción al Congreso y, posteriormente, por incitación a la insurrección que desencadenó el asalto al Capitolio, el 6 de enero.

Hoy, los estadounidenses optan por volver al canon político occidental y dan la bienvenida en La Casa Blanca Joe Biden. El cambio de presidente —después de cortar en las urnas las aspiraciones reelectorales de Trump— implica también un troque de partido y deja en claro a qué aspira la mayoría de los ciudadanos en Estados Unidos: Un cambio radical en la forma de gobierno.

El daño que Donald Trump le causó a la credibilidad del país pesará por varios años y su resarcimiento ya figura entre los primeros capítulos de la agenda de gobierno que proponga Joe Biden.

Después del fatídico asalto al Capitolio donde se atentó en contra del consenso normativo que mantiene en equilibrio la integración de la clase política, las instituciones y la sociedad civil, Biden está obligado a agregar, entre sus actividades prioritarias, una profunda labor de unificación en el país y de fortalecimiento de su propia democracia so pena de perder el respeto frente al resto de las naciones del mundo.

En palabras de Emma Ashford, politóloga e investigadora del centro de estudios estadounidense Atlantic Council: «No es posible construir una coalición de democracia para promover los derechos humanos y valores liberales si no puedes hacer eso mismo en tu propio país».

¿Motín financiado?

Poco a poco, pero de manera cada vez más contundente, se resquebraja la imagen de un grupo de ciudadanos inconformes que toma el Capitolio, en Washington D.C., para manifestar su desacuerdo con los resultados electorales de noviembre de 2020. En su lugar, comienzan a florecer acuerdos, financiamientos y complicidades que convierten el supuesto mitin en un complot para desestabilizar el proceso de sucesión presidencial y cuyos objetivos puntuales todavía son motivo de indagación.

Así lo ha dado a conocer el trabajo de investigación que llevan a cabo varias agencias federales, encabezadas por la oficina del FBI y el Departamento de Justicia. Según el fiscal interino de EE.UU. para el Distrito de Columbia, Michael Sherwin, el propósito de los asaltantes a la sede del Congreso era «secuestrar y asesinar a legisladores». Por tal razón, además de portar armas, se apertrecharon con esposas y amarres de plástico. Conocían a detalle el plano del complejo del edificio y se movieron con rapidez y precisión hacia oficinas claves, como la del vicepresidente Mike Pence, que apenas un minuto antes había sido trasladado a un lugar seguro por elementos de las fuerzas de seguridad.

La congresista demócrata por Nueva Jersey, Mikie Sherrill, fue más allá y sugirió que otros congresistas republicanos pudieran estar coludidos con los asaltantes para brindarles información o facilitarles el acceso al Capitolio, aunque no se animó a pronunciar nombres.

Final bochornoso

Trump asumió su cargo convencido de que haría cosas sin precedentes y lo logró de la peor manera. Abandona la Casa Blanca como el único presidente en la historia de Estados Unidos bajo dos impeachments y con apenas 29% de aprobación, según una encuesta de Pew Research Center, la más baja del período.

Anteriormente, solo dos mandatarios —demócratas— enfrentaron un juicio político. El primero, Andrew Johnson, en 1868 fue impugnado por despedir al secretario de Guerra, Edwin Stanton, en violación a la Ley sobre la Permanencia en el Cargo. El segundo, Bill Clinton, en 1998 por el escándalo de su relación extra marital con la becaria Monica Lewinsky, y se le acusó de perjurio y de obstrucción de la justicia al intentar ocultar los hechos. A la postre, los dos fueron absueltos. Todavía, un tercer presidente —esta vez republicano— Richard Nixon, estuvo a punto de ser llamado para un impeachment, en 1974, luego que explotara el caso Watergate, pero prefirió dimitir y así evitar ser procesado.

La actual situación de Trump es mucho más bochornosa. No es uno, sino dos, los juicios políticos que le habrán exigido al término de su mandato. El primero fue solicitado por los demócratas el 24 de septiembre de 2019, tras conocerse que había detenido un paquete de ayudas militares a Ucrania y así poder presionar a su gobierno en aras de investigar a su rival político Joe Biden y el hijo de éste, Hunter, por los negocios que el último mantenía en aquel país. Se le acusó de abuso de poder y de obstrucción al Congreso, en búsqueda de beneficio electoral. Ambos cargos fueron negados por el mandatario quien se autodenominó víctima de una cacería de brujas. Finalmente, el 16 de enero se llevó a cabo el impeachment y, apenas 20 días después, el 5 de febrero, el Senado emitió su absolución, con los votos de la mayoría republicana. Solo un integrante de esa facción, Mitt Romney, senador de Utah, se pronunció en contra. «El presidente es culpable de un terrible abuso de la confianza pública», dijo. Hasta la fecha, es el único senador estadounidense que ha apoyado la destitución de un presidente de su propio partido.

El segundo llamado a un juicio político se hizo tras los disturbios en el Capitolio, el 6 de enero, que puso en entredicho la solidez de la democracia de Estados Unidos. La Cámara de Representantes aprobó, con 232 congresistas a favor y 197 en contra, la resolución para acusar a Trump de «incitación a la insurrección» por ese ataque.

Esta causal encaja con el final del artículo II sección 4 de la Constitución de Estados Unidos que dicta: «La Constitución le otorga al Congreso la autoridad para hacer un juicio político y retirar del poder al presidente, vicepresidente y todos los cargos civiles del gobierno federal de EE.UU. por traición, soborno u otros altos crímenes y delitos».

Al mandatario se le responsabiliza del asalto —que devino delito y causó la muerte de cinco personas— a raíz de su tajante negación a reconocer la derrota en los comicios del 3 de noviembre de 2019. Un informe elaborado por el personal del Comité Judicial de la Cámara baja hace eco de su postura antidemocrática. «El presidente Trump llevó a cabo un esfuerzo prolongado para revertir los resultados de la elección presidencial de 2020 y mantenerse en el poder», dice el texto y luego, en relación con el discurso provocador que sirvió para reunir a sus seguidores frente a la sede del Congreso el día fijado para el recuento de los votos del Colegio Electoral, advierte que sus exhortaciones «incitaron directamente a un ataque violento contra el Capitolio que amenazó la seguridad y las vidas del vicepresidente, la líder de la mayoría de la Cámara de Representantes y el presidente pro tempore del Senado, los primeros tres individuos en la línea de sucesión a la presidencia».

La gran diferencia entre el primero y este segundo impeachment radica en la falta de respaldo republicano. En esta ocasión, fueron diez los congresistas republicanos que estuvieron de acuerdo con el bando demócrata y votaron a favor del juicio político. Otra señal de que Trump, al final de su administración, se encontraba cada vez más solo y ya ni siquiera contaba con el soporte incondicional de su partido.

Si bien la mayoría de los especialistas no cree que sea posible determinar la culpabilidad de Trump, sí consideran importante, en cambio, que no se pase por alto la trascendencia de este juicio pues urge enviar un mensaje sólido —en términos de justicia— tanto a la sociedad estadounidense como a la comunidad internacional.

Se necesita una mayoría de dos tercios en el senado para emitir un dictamen condenatorio, algo difícil de obtener para los demócratas por sí solos, quienes ocupan la mitad de la Cámara Alta —sumando a los independientes que les son partidarios— y tendrían que esperar por el espaldarazo de, al menos 16 republicanos, justo cuando la bancada paquidérmica prefiere pasar lo más rápido posible la página y así ganar tiempo para lamerse las heridas.

De todas maneras, aun si se confirmara la culpabilidad de Donald Trump, la principal consecuencia del impeachment no tendrá lugar a sabiendas de que ya no es presidente de Estados Unidos y, por tanto, no hay cargo que abandonar. No obstante, la condena lo inhabilitaría para ocupar cargos públicos en el futuro —incluyendo una posible postulación presidencial— y le impide gozar de los beneficios que sí tienen sus predecesores: pensión, seguro médico, presupuesto para viajes de hasta un millón de dólares y medidas de seguridad personal. Eso, sin contar el agravio a su imagen pues se convertiría en el primer mandatario estadounidense en ser declarado culpable durante un juicio político. E4


Relación con México bajo la lupa

Quizás México ya no tenga que pagar por el muro fronterizo con su vecino del norte, pero todavía Estados Unidos le puede cobrar su apoyo incondicional al expresidente Donald Trump.

La demora de López Obrador para felicitar a Joe Biden por su victoria en las elecciones del año pasado seguramente será tenida en cuenta por este último, máxime cuando su predecesor lo acusó larga y falsamente de haber cometido fraude. El demócrata, viejo lobo dentro de la política estadounidense, valorará el peso de esta falta de cortesía que, en términos diplomáticos, puede ser considerada una afrenta a la institución que hoy representa.

La relación entre ambas naciones cuenta con amplia solidez histórica y son muchos los intereses que están en juego a ambos lados de la frontera. Por tal motivo, México tampoco tiene por qué esperar una reprimenda directa desde Washington. Sin embargo, difícilmente volverá a ser premiado con regalos como el retiro repentino de cargos al próximo alto funcionario o renombrado militar que sea arrestado en suelo estadounidense, tal cual sucedió con el general Salvador Cienfuegos y que constituyó a todas luces un pago de consolación por la fidelidad de López Obrador a la causa Trump.

Asimismo, deberían preocuparle algunas condescendencias que Estados Unidos aún mantiene con México en el sector energético y pudieran desaparecer en cualquier momento. Falta ver, por ejemplo, si con Biden al mando —defensor de alternativas limpias y renovables para obtener energía— Estados Unidos seguirá absorbiendo los 250 mil barriles diarios del recorte que la OPEP le impuso a México para evitar un desplome de los precios del petróleo en el mercado internacional.

Atención especial requiere el T-MEC, negociación que, a la fecha, se presume como el mayor logro económico del país y que Biden pudiera volver a poner bajo la lupa. E4


Redes sociales imponen su política de restricción

No importa si eres el presidente de Estados Unidos. Cualquiera que viole los términos y condiciones de una red social, debe pagar por ello. Ese es el mensaje que Twitter, Facebook, YouTube y Snapchat, entre otras plataformas, enviaron al mundo luego que bloquearan las cuentas de Donald Trump en una medida que pretende frenar las incitaciones de violencia publicadas por el ahora exmandatario.

La decisión tomada por las principales redes sociales fue mayormente aplaudida por la comunidad internacional. Sin embargo, también llamó la atención sobre el poder que detentan los propietarios de estas plataformas de comunicación virtuales y la facilidad con que pueden silenciar a usuarios indeseados, aun cuando se escuden tras las cláusulas establecidas en sus términos y condiciones de contrato.

Algunos líderes de gobierno se pronunciaron en contra de la restricción a estos medios que, finalmente, representan un canal para hacer uso del derecho universal a la libertad de expresión. «La decisión de las plataformas estadounidenses de internet de bloquear las cuentas del jefe de Estado se puede comparar con una explosión nuclear en el ciberespacio», publicó en Facebook, Maria Zajarova, portavoz de la diplomacia rusa.

Por su parte, Bruno Le Maire, ministro de Finanzas francés, se consideró estupefacto. «Lo que me sorprende es que Twitter sea quien cierra su cuenta. La regulación del mundo digital no puede ser realizada por la oligarquía digital», expresó.

Otros, como Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente de Brasil, fue más allá y puso en duda la imparcialidad de las redes sociales al momento de establecer la medida y cuestionaba los criterios en que se basan para definir cuándo alguien incita o no a la violencia. Para ello establecía una comparación entre las acusaciones en contra del entonces presidente estadounidense y el actual mandatario venezolano. «Twitter es autoritario. Un mundo en el que (Nicolás) Maduro está en las redes sociales, pero Trump está suspendido no puede ser normal», sentenció.

Incluso el presidente de México, López Obrador, se mostró en desacuerdo con las restricciones impuestas. «Esto que hicieron hace unos días en Estados Unidos es una mala señal, es un mal presagio, que deciden empresas particulares silenciar, censurar, eso va en contra de la libertad», afirmó el mandatario, quien también es asiduo a utilizar Twitter cuando le interesa promover sus mensajes, y aprovechó los bloqueos impuestos a Trump para adelantar que haría un planteamiento al respecto en la próxima reunión del G20. E4

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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