El valor del pensamiento filosófico de José Ortega y Gasset, reside en haber establecido con claridad la estrecha vinculación existente entre los procesos de razón y la vida cotidiana. Precisamente en ese ámbito de vida cotidiana, el filósofo español encuentra que el sujeto selecciona las impresiones que le causa todo cuanto gira en la realidad que lo circunda.
Esto es importante porque, si es así como lo piensa Ortega, entonces el individuo adquiere un carácter concreto, es decir, abandona la posibilidad de toda abstracción convirtiéndolo en un ser que vive aquí y ahora; en este sitio, en este instante.
Y lo que vive en el aquí y el ahora eso es la vida. Y eso es, precisamente, lo que es el individuo: una vida; biológica, por un lado, y cultural, por otro, en donde significa que los valores culturales son funciones vitales que obedecen a leyes objetivas dejando al descubierto que la razón no está fuera de la vida, sino que es una función de la vida.
Por eso el filósofo afirmaba en una tesis por demás lúcida y seductora: «Yo soy: yo y mi circunstancia», es decir, yo y los valores culturales que me acompañan. Esto vuelve a ser importante porque nos conduce directamente a la consideración de que la vida es un hacerse a sí misma de manera continua y concreta entre circunstancias.
Por eso también la vida puede ser caracterizada por medio de múltiples notas muy particulares: la vida es un problema, un quehacer constante, una preocupación abrumadora, un naufragio en medio del anchuroso mar y termina por ser un enorme drama vivido en el aquí y en el ahora circunstancial; es decir, la vida es una historia cuya crónica se puede seguir segundo a segundo en el movimiento ininterrumpido de la existencia.
Este descubrimiento supone en el pensamiento de Ortega y Gasset, el tratamiento cuidadoso de las circunstancias tan complejas que tejen la vida cotidiana de los individuos. Implica descubrir al hombre concreto, no ocultarlo en la abstracción.
Y ocultamiento sistemático es lo que ha promovido el presidente Andrés Manuel López Obrador en detrimento de una ciudadanía a quien ha reducido a la insultante abstracción de pueblo. Masa, diría José Ortega y Gasset, ese conjunto estéril de seres humanos, cuyo triunfo supone una contundente y peligrosa amenaza para la democracia.
En el pensamiento de Ortega, las circunstancias construyen al hombre dentro de la cultura. Pero un hombre incapacitado para descubrir los hilos con que se trama el tejido complejo de las circunstancias no puede visualizar el sentido de las resoluciones que se piensan para afrontar los problemas vitales que imposibilitan su desarrollo, tanto individual como colectivo.
Eso es lo que vimos en el Zócalo de la Ciudad de México al conmemorar los tres años de Gobierno del presidente. El tabasqueño que hoy reside en Palacio Nacional le apuesta a la exaltación de la esterilidad del pensamiento, a la masa, convocándolo a proclamar públicamente la figura de un pequeño dios que ha nacido en el pesebre de la popularidad melodramática sostenida por un discurso retórico, lleno de lirismo, sí, pero que no se sostiene frente a las otras circunstancias que constituyen la realidad de la vida mexicana de hoy.
El presidente exalta al pueblo y éste le aplaude y llora multitudinariamente hasta el delirio porque no alcanza a ver que las políticas públicas del pequeño mesías lo han convertido concretamente en más pobre —aunque tenga una pensión por la que tiene que arrastrarse cada cierto tiempo en las puertas de los bancos— porque esa circunstancia opera con una deslumbrante objetividad.
Pueblo, sí, abstracción a modo para legitimar a una figura que se presenta vestido con piel de cordero para ocultar ante esa masa la perversidad de un pensamiento dirigido a la consolidación del poder, nada más porque es poder.
Ese poder aspiracional consolidado por un «decretazo» cifrado en el pueblo uniformado llamado ejército que busca legitimar a un Gobierno que no sabe ni le interesa gobernar, sino abrir los umbrales de la historia para complacer la megalomanía del que aspira a pasar como el mejor presidente de la historia.
Tanto el acarreo masivo —al más puro y viejo estilo priista— que llenó la plaza de la antigua Tenochtitlan como el decretazo que permite violentar todas las leyes habidas, y por haber, para no detener ninguna obra pública emprendida por el Gobierno federal, esconden algo de mayor trascendencia y que en realidad opera en contra de quien las promovió.
En el fondo ambos eventos constituyen la ratificación de renunciar a todo intento genuino de transformar a este país en lo más íntimo de sus estructuras socioeconómicas, sociopolíticas y socioculturales.
Sin proponérselo, sin saberlo o sin querer, el presidente de la república abandonó su sueño de transformación. Sólo con esos dos eventos bastó para que el jefe de la nación se quitara la máscara y nos dejara ver lo que realmente es en su circunstancia personal: un priista viejo que actúa como priista viejo que quiere acumular poder para asimilarse a la única realidad que conoce bien: recuperar el pasado donde las prácticas de corrupción e impunidad garantizaban el acceso a la riqueza más grande entre todas las riquezas: el poder.
Pero en ambos eventos también, existen muchos elementos comunes. Los dos parecen certificar, y ratificar, el verdadero sueño del presidente, que no es por cierto ni el establecimiento de la democracia, ni el combate a la corrupción, ni el rescate mesiánico del pueblo, sino la consumación de una minusvalía intelectual, moral y ética, desde dónde convertir en realidad los otros sueños que le llaman con una asiduidad a estas alturas ya insostenible: ser el rey único con una corte que le cante siempre en tono laudatorio y una comunidad sierva que la única voz que levante sea la que sirve para exaltar y proclamar, lágrima en mano, su sagrado nombre al frente del reino de la 4T.
Pero cuidad, ambos eventos podrían ser las primeras señales de una irrefrenable tentación a concretar a pasos agigantados la circunstancia de un autoritarismo naciente dirigida rumbo a un totalitarismo que podría llevarnos a volver a la no muy antigua vocación latinoamericana: la dictadura, aunque todavía hoy parezca casi un disparate decirlo.