Ha muerto Tomás Boy. Nunca conocí al muy bien motejado El jefe. Conozco y es mi entrañable amigo y hermano «El Capi» Miguel España, pero no me desvío: Tomás Boy tenía lo que Baltasar Gracián llamaba «el natural imperio».
Fue un fino mediocampista —imaginista, dirían los italianos—, seleccionado nacional cuya principal virtud en el terreno de juego fue la elegancia y, asimismo, la habilidad definida como «perfección en el hacer».
Es cierto. Hay que decir las cosas como son: brilló más, mucho más, como jugador que como director técnico.
Sin embargo, siempre mostró un temple de guerrero en pie de guerra, como diría Luis Eduardo Aute. El testimonio de sus dirigidos muestra y demuestra lo que digo, lo que ahora escribo.
Es cierto, y además me consta, uno tiende a idealizar a los seres recién idos, pero Tomás evidenció con inusitado fervor su incomparable amor al balompié —que hermosa palabra siamesa balompié—, palabra que aduna el instrumento y el objeto.
Algo está podrido en Dinamarca.
Es increíble que Boy haya muerto a sus 70 años, cuando la vida,—creo yo, toco madera y eso espero—, rinde sus mejores racimos, sus mejores frutos.
Por todo ello descanse en paz el gran jefe de jefes Tomás Boy, atento siempre a los instrumentos de la orquesta con el balón cosido a los pies.
Yo, por lo pronto, desde mi pequeña estatura de mimbre, como diría el poeta, le ofrezco a su partida un discreto homenaje palindrómico de escritura imperfecta «Yo Boy». E4