Una inquietante tendencia recorre las calles de nuestras ciudades: la gradual desaparición de oficios, usualmente pequeños espacios a modo de changarros, donde despacha alguien con habilidades muy particulares, a quien solíamos conocer por su nombre. Algunos ya no son necesarios, otros han muerto sin sucesores; aun en negocios familiares multigeneracionales, los hijos aspiran a otros aires. ¿Qué implicaciones tiene este fenómeno?
Acompañados de las palabras con las que los nombramos, también la nomenclatura va en desuso (hágase la prueba con los jóvenes): ¿«talabartero», «laudería», «mercería», qué son esos extrañas vocablos? Recuerdo a mi abuelo, por las calles de La Condesa y La Roma, cuando iba a la sedería de la esquina a retar al dueño a una partida de ajedrez. Jugaban sobre el mostrador y hacían las pausas necesarias para que el marchante despachara. De regreso, mi abuelo se detenía a saludar a un sastre (de nombre Elías) que usaba boina, hablaba gruñendo, tenía un puro en la boca e inconfundible acento ibérico.
Con mis abuelos se usaba más la máquina de coser que la televisión. La ropa se hacía en casa, donde las mujeres eran poseedoras de una enorme habilidad para accionar un volante pequeño y un pedal que, en su vaivén, hacía un inconfundible chirrido. Las abuelas eran expertas en confeccionar, modificar y remendar faldas, calcetines, pantalones, camisas y hasta manteles, fundas y cortinas.
Las causas de esta desaparición son tecnológicas, culturales y económicas. La automatización ha sustituido la habilidad manual. Sigue habiendo llanteras porque las llantas se siguen ponchando, mas ya no hay relojeros porque los relojes ya no se descomponen (como antes). Existe desprecio por algunas actividades; una querida amiga, hija de costurera, recuerda que su madre le dijo «estudia, para que tú sí seas algo», como si lo que ella hacía, por no tener un título universitario, fuera poca cosa. Reponer una plancha u otro electrodoméstico habitual suele ser más barato que repararlo. La obsolescencia planeada, la industrialización masiva, el avance tecnológico, hacen inviables ciertos oficios. ¿Cuándo fue la última vez que visitó tu casa el técnico que repara televisiones?
Por otro lado, la voracidad inmobiliaria hace incompatible la vecindad con aquellos changarros que han tenido que migrar al no poder pagar la exorbitante renta. ¿Cuántos de esos negocios se van a centros comerciales? Ninguno, la visión de estos modernos espacios es dar cabida a cadenas internacionales, no a oficios y servicios barriales que serían muy bien valorados.
Las consecuencias son profundas. Con la pérdida del estudio fotográfico, del zapatero remendón, de la señora de los zurcidos invisibles, se nos va también una parte de la convivencia, el diálogo, el saludo amable y personal, simplemente al pasar caminando por la banqueta, y es que ahora ya no caminamos, ahora nos subimos al carro o al camión y vamos al centro comercial, el nuevo espacio de todos y de nadie, el sitio donde en las noches se apaga la luz y muere el sitio donde nadie vive.
En el libro Locales, editado por Artes de México, que recupera, en fotos de Gala Narezo, la estética de changarros extintos en la colonia Roma, escribe Elenita Poniatowska: «El cartero también ya dejó de pasar porque muchos tienen el email de la computadora y se fue también el tapicero que se sacaba el lápiz de la boca para decirle: “Feliz año 2009”». Con ellos se nos fuga la memoria, el sentido del barrio, un pedazo de vida a escala humana, la confianza entre el tendero que fiaba y el cliente habitual que tuvo crédito ahí, antes que en ningún banco.
Sin duda hemos perdido algo de identidad y patrimonio cultural. Las tradiciones familiares cambian, ciertas labores se desplazan y muchos saberes se van a la tumba con sus últimos practicantes. ¿Debería haber políticas públicas que incentiven y rescaten estas actividades, en pro de tener una mejor sociedad? Me parece que sí. La iniciativa privada también puede hacer algo. La Escuela Nacional de Cerámica es un buen ejemplo, ha revitalizado el oficio alfarero.
Pienso en el consejo de la madre costurera a mi amiga. Algún día quizá se invierta: «Deja de ir a pasar exámenes inútiles, aprende a hacer algo, y hazlo con maestría, para que seas alguien en la vida».
Fuente: Reforma