Viajando de Saltillo a Monclova, a don Venustiano Carranza y un grupo de militares que lo acompañaba los alcanzó la noche a medio camino. Decidieron dormir en la Hacienda de Guadalupe, propiedad entonces de don Marcelino Garza.
El 26 de marzo de 1913, por la mañana, Carranza y compañía almorzaron barbacoa, carne asada, café caliente y tortillas de maíz. El día, en palabras de Francisco J. Múgica, estaba «caluroso, polvoriento y aburrido». No hay mucho que hacer en el desierto.
Pero fue ese mismo día en que Carranza, Lucio Blanco, el propio Francisco J. Múgica y un grupo de casi suicidas se sublevaron en contra de Victoriano Huerta y firmaron el «Plan de Guadalupe» que desconocía al tirano como presidente de la República. Era un intento de Carranza por restablecer el orden constitucional, roto por Huerta con los asesinatos de Madero y Pino Suárez. Obsesionado con el orden legal, Carranza aducía que las acciones del tirano contravenían el espíritu de la Constitución de 1857.
Al «Plan de Guadalupe» rápidamente se adhirieron Villa en Chihuahua; Obregón en Sonora; Lucio Blanco en Tamaulipas; Pablo González, Francisco Murguía y Antonio I. Villarreal en Nuevo León; Pánfilo Natera y los hermanos Eulalio y Luis Gutiérrez en Coahuila y Zacatecas.
En apenas cuatro meses, la Revolución se extendió por todo el país y acabó con el régimen de Huerta, cuya situación se había complicado con el retiro de México del embajador Henry Lane Wilson, cómplice en la caída y muerte de Madero y Pino Suárez.
La nueva administración de Washington se había negado a otorgarle el reconocimiento, lo que sumado al avance de las fuerzas revolucionarias provocó la renuncia de Huerta un 15 de julio de 1914 y tras ello su huida del país. Un par de años después, la cirrosis logró lo que no pudo hacer la revolución.
A la caída del tirano, Venustiano Carranza llegó a la Ciudad de México. El orden se había restablecido (por muy poco tiempo) y el pueblo se le entregó en medio de la aclamación y los aplausos. Se trataba del coahuilense que enfrentó al «espurio y traidor» de Huerta, el mismo que aseguraba que «revolución que transa es revolución perdida».
El historiador y periodista Javier Villarreal Lozano, uno de los estudiosos más acuciosos de Venustiano Carranza, lo describía como un personaje casi místico, un hombre austero, con capacidad de remontar con mucho trabajo, la poca fortuna de una tierra que por sus desiertos puede rayar en lo hostil. Un hombre de compromisos, Carranza apoyó a Madero tras los inicios del «Plan de San Luis» y éste lo hizo ministro de Guerra.
Pero como todos los seres humanos, Carranza estuvo también lleno de defectos. Hay quienes lo acusan de haber estado muy cerca de Porfirio Díaz, otros de ser un proclamado reyista, unos más le echaron en cara el largo mes que se tomó desde el artero crimen de Madero hasta el desconocimiento del Gobierno huertista por medio del «Plan de Guadalupe». Documentos existentes lo muestran intentando negociar con Huerta.
Lo cierto es que el «Plan de Guadalupe» sirvió de base a la Constitución de 1917, proceso guiado en buena parte por Carranza, que gracias a su experiencia política, primero como alcalde, diputado local y federal, senador, gobernador y luego primer presidente, la Constitución de 1917 pudo dirigir las fuerzas sociales y revolucionarias hacia la construcción de un nuevo Estado, más liberal y menos conservador.
El cieneguense era un hombre culto; conocía los otros dos grandes movimientos liberales de finales del siglo XIX: la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa. Así fue que la Constitución dio cauce legal a las demandas que habían sido la causa de la sangrienta revolución: jornada laboral de ocho horas, educación laica y gratuita, las bases para el reparto de las tierras, el control de nuestros recursos naturales y los derechos sociales hasta entonces casi inexistentes.
Y aunque todos sabemos que las leyes no solucionan por sí mismas los problemas y fallas que tenemos los seres humanos, también es cierto que sin estas sería imposible gobernarnos y comportarnos dentro de los límites permitidos. Si así con reglas, leyes y constituciones somos un desastre, imagine cómo seríamos sin ellas.