Sí, superdotado

«Qué relaciones tan curiosas. ¿Acaso el pensamiento extremo y el sufrimiento extremo abrirían el mismo horizonte? ¿Es que sufrir sería, al fin y al cabo, pensar?»

Maurice Blanchot, El libro por venir

También los de inteligencia y sensibilidad distintas —y no las «más elevadas» ni «las mejores»— son un desafío para la nación.

Estamos en la segunda década del siglo XXI y la palabra «superdotado» sigue remitiendo, prácticamente, a los llamados «genios». A los del cociente intelectual (CI) de alto puntaje.

Mientras las ciencias y las humanidades avanzan en el tema, miles de personas brillantes caminan solas por el lógico —e injusto— retraimiento que provoca su manera de sentir, pensar y obrar. El impresionante potencial del superdotado padece un boicot colectivo que, hasta por defensa propia, el agraviado minimiza. Busca porqués en una maraña de sentimientos e inferencias. La salud mental es puesta en jaque.

El superdotado es contradictorio. La mezcla de sentimientos siempre en ebullición de frente a sus competencias intelectuales finas entra en crisis. Por ésta, entre otras tantas razones, la mujer o el hombre de «capacidades diferentes» siente incomodidad en lo privado y en lo público. Existe un «algo» que evita la comunicación fluida con el otro, así como con su voz interna. La confusión nubla y da por hecho el «sin remedio».

Infancia, adolescencia, juventud y adultez en conflicto cuando llega el momento en el que las y los superdotados se cuestionan, «¿cuál fue el sentido de nacer al tener que sobrevivir?

El superdotado hasta aquí descrito no tiene ni peregrina idea de ser eso, un superdotado. El término no le cuadra. Cómo va a ser ese tipo de persona si los demás se han encargado de definirle de manera verbal y no verbal que es una presencia complicada, no grata. Sin embargo, tiene certezas para aferrarse. Una de ellas es percibir, construir y lograr lo que los otros nunca antes han podido. Está consciente de lo que puede generar en cuanto le dan un respiro. Eso es lo que busca. Aire, espacio, expresión. Pero apenas da unos pasos y regresa el torbellino.

La editorial Paidós, una de las más prestigiadas en divulgación científica, tiene en circulación el libro ¿Demasiado inteligente para ser feliz? Su autora, Jeanne Siaud-Facchin, comparte en varias páginas testimonios de gratitud de lectores que se sintieron liberados al leer justificaciones de sus comportamientos desde la óptica del superdotado.

«Se trata de una personalidad singular con múltiples recursos intelectuales y afectivos cuyo potencial solo podrá encuadrarse como una fuerza positiva en el conjunto de la personalidad si y solo si ese potencial es conocido».

Jeanne Siaud-Facchin

La maestra Siaud-Facchim, según es referida en el libro, «es sicoterapeuta y una de las expertas europeas en los problemas que provoca el exceso de inteligencia. En Aviñón, Francia fundó el primer centro de diagnóstico y tratamiento de los problemas de aprendizaje escolar (‘Cogito’Z’). Posteriormente abrió otros centros en París y Marsella. En todos trata los problemas de los adultos superdotados».

Un párrafo es clave para acercarse sin miedo ni pena a ¿Demasiado inteligente para ser feliz?: «¿Cómo puede alguien creerse superdotado si ve su vida como una sucesión de fracasos y de sufrimiento? Incluso para los que aceptan su cotidianidad tal como es, con sus dificultades y sus placeres, o los que la consideran ‘plena’, el calificativo superdotado resulta inquietante: ‘¿Superdotado yo? ¿Qué relación tiene esto con mi vida? Si soy superdotado, ¿qué mi vida no debió haber seguido otro rumbo?» (p. 19).

Página a página, los contenidos cautivan. Destacan conceptos como el pensamiento arbóreo del superdotado. Son tantas las tramas neuronales que desarrolla el cerebro del superdotado —como las de un frondoso árbol— que un estímulo se multiplica en demasiados pensamientos. Esto provoca que su comunicación oral parezca torpe, atropellada, complicada. Ante los demás, una respuesta de este tipo es de un incompetente y jamás de un superdotado. No obstante, el planteamiento de la autora es inverso. Sin que ello signifique que toda persona con problemas de expresión oral es sin duda superdotada, el argumento a defender es simple. Los superdotados tienen problemas de comunicación por el revuelo mental que generan a diario en su mente y que es, en ellos, lo normal.

La naturaleza dotó a las personas superdotadas de ciertas competencias y reaccionan de acuerdo a ellas. Quienes los rodean no comprenden los porqués de sus conductas y lejos están de buscar alternativas para optimizar la comunicación: «Ahí radica una fuente de cansinos malentendidos y de intrincados conflictos que el superdotado encuentra en todos los estadios de la vida y en todos los ámbitos: en el colegio, el niño está “fuera de su elemento” o no responde a preguntas en apariencia sencillas; con sus padres hace exactamente lo contrario de lo que se le pide; para el adulto, en el medio profesional, surge una rivalidad con un jefe o un compañero; en la pareja, las discusiones se disparan» (p. 40). La ruptura se da con facilidad; le siguen la marginación y el repliegue en soledad: «un superdotado piensa primero con el corazón y luego con la cabeza (gracias a) su hiperreactividad emocional» (p.41).

¿Qué significa ser superdotado? Primero y ante todo —defiende con vehemencia la escritora de ¿Demasiado inteligente para ser feliz?— es «una manera de ser inteligente, un modo atípico de funcionamiento intelectual, una activación de los recursos cognitivos cuyas bases cerebrales son diferentes y cuya organización muestra particularidades inesperadas. (…) Un superdotado combina un alto nivel de recursos intelectuales, una inteligencia fuera de los límites, una inmensa capacidad de comprensión, de análisis y de memorización junto con una sensibilidad, una emotividad, una receptividad afectiva, una percepción de los cinco sentidos y una clarividencia cuya amplitud e intensidad invaden el ámbito del pensamiento. Ambas facetas están siempre entrelazadas» (p. 16).

Los individuos superdotados son un enorme reto para la nación. Vale la pena reiterarlo. Pero antes es un reto a enfrentar personalísimo. Al igual que sucede con enfermedades que no son ni diagnosticadas ni atendidas, ser superdotado y no saberlo provoca consecuencias severas. Un primer paso para atender esta condición, en tiempo y forma, puede comenzar con la búsqueda de ¿Demasiado inteligente para ser feliz?. Puede ser marcada, así, una sana diferencia.

«No tener en cuenta las particularidades funcionales del superdotado en estas dos vertientes —la intelectual y la afectiva—, que van a formar toda su personalidad y a marcar todas las etapas de su desarrollo y la construcción de toda su vida, equivale a desatender a una parte de la población amparándose en ideologías anticuadas y en desconsideraciones. Ser superdotado no es ni una oportunidad insolente ni una bendición de los dioses ni un don privilegiado ni un envidiable exceso de inteligencia. Se trata de una personalidad singular con múltiples recursos intelectuales y afectivos cuyo potencial solo podrá encuadrarse como una fuerza positiva en el conjunto de la personalidad si y solo si ese potencial es conocido, comprendido y reconocido. La integración es la posibilidad de construir una vida que nos conviene, en la que nos sintamos bien y a la que todos aspiramos. Rehuirla o, peor aún, negarla, supone correr el peligro de pasar al lado de uno mismo, sumido en un profundo sentimiento de carencia e inmadurez. O, en la forma más grave, asumir la dolorosa desadaptación social, así como una serie de inquietantes problemas sicológicos» (pp. 16-17).

Columnista y promotora cultural independiente. Licenciada en comunicación por la Universidad Iberoamericana Torreón. Cuenta con una maestría en educación superior con especialidad en investigación cualitativa por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Doctoranda en investigación en procesos sociales por la Universidad Iberoamericana Torreón. Fue directora de los Institutos de Cultura de Gómez Palacio, Durango y Torreón, Coahuila. Co-creadora de la Cátedra José Hernández.

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