Ante profesionales poco profesionales, el cargo de conciencia personal debería ser el primer filtro que impida asumir una responsabilidad o sino, su «ejercicio profesional» lo padeceremos todos
Supongamos que usted es un doctor apasionado de su vocación. Sus buenos años ha invertido en formarse. Ejerce con pulcritud y contento. Por esas extrañas vueltas del destino, usted llega a atenderse con un médico de especialidad distinta a la suya, un desconocido del gremio, pero, al fin de cuentas, colega. Usted entra al consultorio creyendo que está en familia. Sin embargo, es recibido de manera cortante, imperativa y revisado por encima. Con prisa y hartazgo, a la vez. Le preguntan sus síntomas como quien cuestiona el clima. Escucha un diagnóstico escueto, lapidario, en tono omnisapiente. De ésos que advierten no aceptar comentarios anexos, ni sugerencias ni nada de nada más que la obediente fe a la sacra palabra del médico, su homólogo. Usted no quiere entrar en conflicto y es despachado sin mayor chiste que una entrada y salida a la Farmacia Guadalajara, sitio a al que ni por equivocación usted llegará a surtir la falaz receta expedida por el galeno de galenos.
Ahora imaginemos que usted es una maestra de comprobable grado de especialidad. Talleres, diplomados, clínicas, conferencias, mesas redondas. Un caudal de horas de vuelo lectoescritor crítico que bien podrían dar completar varios viajes redondos a la Tierra. Las competencias suyas no sólo son del área del conocimiento que presenta en sus clases, sino que cuenta con las herramientas pedagógicas y didácticas para enseñar. No para improvisar. Aquella tarde usted abre el cuaderno de tareas de su hija. Aparece un texto escrito en color rojo por su profesor. Son correcciones que aparecen redactadas con más de una decena de faltas de ortografía. Con sintaxis confusa. Con pobreza de vocabulario. Usted responde por escrito, respetuosamente, al maestro, su colega. La respuesta llega al día siguiente. Otra vez viene roja y audaz: «graciassssssss señora!!!!!!! K linda!!!!!». Le acompaña una nueva calificación a la ya tan revisada tarea: un cien, derecho.
Pensemos que usted es un ingeniero mecánico automotriz graduado con calificaciones notables. Su amor por el conocimiento y la investigación son evidentes. Inspiran. La información que maneja está al día, le preocupa el medio ambiente y usted aporta, con serios conocimientos de causa, a distintos proyectos para crear motores anticontaminantes y económicos. Está inscrito en distintos círculos de estudio de su campo de acción y su afán por saber más de su área es incansable. Muchos valoran su manera sincera de compartir. Hoy usted tiene varias reuniones con estas personas de oro y a su coche se le ha ocurrido no encender. Llama de inmediato a un taller y prestos corren por su auto para revivirlo. Usted sabe el porqué de la avería, pero no tiene más tiempo para aplicarse. La tarde cae y, por fin, usted aparece en el taller. Ahí están sus colegas. Unos con más estudios que otros; unos más cuates de usted que otros. Lo recibe el que se dice más versado, el gerente. Le explica, con desconectada lógica, «la física inversa de la yuxtaposición de la bobina del peraltaje del embobinado gástrico de la combustión del agua mezclada con la gasolina diesel». Y con ilogicidad aún mayor, le pasa la cuenta ya con un descuento «entre colegas», acompañada de esa risita falsa que busca el pronto pago. Usted enciende el carro y el motor da una sacudida extraña y preocupante. Su colega arma nuevos argumentos y le dice que el carro debe quedarse porque requiere más trabajo mecánico. Y una nueva cuenta a cubrir.
Son estos unos cuantos casos referenciales. Aquí va el último.
Vea con detenimiento su título profesional o la credencial que le certifica sus estudios oficiales. Ahora bien, si no cuenta con esos papeles, pero sí con ciertas experiencias que han construido su especial historia de vida, recuerde el tiempo invertido en ellas. Los sentimientos y la creatividad abonados. Sea usted un profesionista acreditado o un conocedor lírico, por favor dé un paseo memorístico por su capital intelectual y emocional. Las experiencias, en ambos casos, no son mejores que otras. Todas aleccionan y ameritan respeto. Le vuelven un interlocutor con algo valioso por decir. De ahí que usted haya sido invitado o invitada a compartir una de ellas, ésa en especial, en un programa de radio. Usted accede asistir porque ve en los medios de comunicación una casa en común. Un punto de convergencia y equidad entre ciudadanos, entre hombres y mujeres que quieren informar y, con ello, crecer. Abonar a la comunidad.
Acude usted a la radiodifusora con la debida anticipación. El reloj avanza y ya marca la hora de entrar al aire. Los conductores recién cruzan desaforados la puerta principal, con el apuro típico de quien llega barrido a una reunión. Arranca el programa y en el primer corte le mandan a hablar a usted y a otros invitados que también estarán al aire hablando de quién sabe qué. Ellos y usted, en la sala de espera, tienen una cara de no menor desconcierto que la suya. Entran a la cabina donde ya impera un incómodo caos. Los chistes sin chiste, las risas sistemáticas, el comento gaseoso, la actitud infantil como principio rector. La nadedad convertida en comunicación massmediática e incluso transmitida por Facebook en tiempo real.
Concluyen los comerciales y van tomando el micrófono las varias voces rectoras. Los diálogos vanos y un elemental nivel discursivo viajan por las ondas hertzianas que llegan a una población numerosa, diversa, merecedora, en teoría, de alta consideración. La tecnología que implica una estación de radio, ya sea de corte cultural o comercial, así como todos y cada uno de los recursos ahí invertidos son puestos, así, al servicio de quienes han recibido la autorización de un director de una estación radiofónica —y ellos, a la vez, de sus otros jefes— para atender el digno cargo de ser el titular de un programa de radio. En aquella emisión es desgastada, innecesaria y penosamente, la valiosa profesión del comunicador. Sus conductores y sus superiores no valoran que estar frente a un micrófono no es un juego. No es una chistosada. No es una ocurrencia. No es un divertimento. No es bloof. No es «lo primero que se me ocurra». No es la carcajada que sustituye al dato contextual de valor. No es hablar por hablar. No es que pase quien sea a preguntarle lo que sea. Pero así es en vivo y en directo, como si aquello de que las palabras se las lleva el viento fuera ley.
Ahora ha llegado el turno de que usted hable frente al micrófono y lo primero que escucha es el nombre incorrecto con el que lo presentan. Después, una narrativa sin cabal idea de lo que usted tiene por compartir, ni de sus antecedentes, ni de lo pésimo que puede sentirse al ser tratado como un alfil radiofónico para rellenar el tiempo ad libitum. Las risas invaden otra vez la cabina. Quien conduce no sabe responder cuando le preguntan el motivo por el que usted se encuentra en la mesa de invitados y otra metralla de risotadas justifica la falta de seriedad. Usted intenta que, a pesar del ambiente desparpajado y pueril, sus comentos respondan a lo estudiado para la ocasión. Sin embargo, los otros invitados también quieren hablar de sus temas y les dan la palabra para mezclar tópicos de cultura con los de religión y deportes de una manera radiofónicamente bizarra.
Llega el momento de los comerciales y mientras tanto, en cabina, uno de los titulares sigue con celular en mano para continuar la transmisión en vivo vía Facebook. Los conductores, al parecer, ahora quieren jugar con usted un poco, quizá como un recurso inconsciente de defensa a su actitud seria, madura, tranquila y no por ello agresiva. Comienza el bombardeo.
«Oye, como que tienes (tuteando en automático) una voz, así como impostada», le dice a usted el titular 1. «¡Ay, sí es cierto!», subraya el titular 2. «Así tipo como si diciendo (sic) “no te metas conmigo, ¿eh?”», comparte el titular 3. «¡Ja, ja, ja, ja, ja!», corean todos los titulares. «Suenas como una señora que salía en las películas de antes. Híjole, no me acuerdo quién era la artista. Pero así eres como tipo Ofelia Guilmain, como de voz roncota —e imita, según intenta, a la primera actriz mexicana—», aporta el titular 1. «¡JA, JA, JA, JA, JA, JA!», el equipo de titulares se burla con más fuerza en el contexto de un programa de radio auspiciado por una instancia educativa superior, de corte público, que, según dicta el sentido común, cree, defiende y promueve el profundo conocimiento de la ciencia, la tecnología y las humanidades.
Este último caso presentó una realidad ante el micrófono, pero también sucede con inquietante frecuencia de frente a una cámara de un canal de televisión, del monitor de la computadora de la mesa de redacción de un periódico o de la pantalla de un celular. No se diga en salones de clase. La posmodernidad y sus tropiezos no siempre terminan en el olvido ni son tema menor, meritorio de una hilaridad interminable. Semejantes incongruencias profesionales sí son evidentes para algunos, por fortuna.
Volvamos a imaginar juntos. Qué sucedería si aquel médico, aquella maestra, aquel ingeniero presentados párrafos atrás fueran invitados al programa de radio recién descrito. Cómo evitarles el desconcierto de ser entrevistados con la misma chabacanería con la que comulgan sus colegas aquí también personificados. Por favor, que en alguien obre la cordura. Que no sean entregadas ni asumidas las facultades para el ejercicio laboral a quienes no pueden cumplir la encomienda. Que no les den tan peligroso poder por medio del termómetro, de la pluma, de la cruceta a quienes no ejercen con calidad. Que no les suelten el medio de comunicación con tal ligereza a quienes ven en el ejercicio de las ciencias de la comunicación un pasatiempo. Dejen sin micrófono, por favor, a quienes mucho agradeceríamos la honestidad de su silencio y el compromiso por una formación académica integral. E4