Sospechoso, ¿no?

El biólogo y filósofo francés, Jean Rostand, se preguntaba con asombro cómo le hace el sufrimiento para renacer siempre completamente nuevo. Rostand veía que el impulso natural del ser humano es dirigirse hacia el ser más que hacia el ser bien. Por eso al estudioso francés no le sorprendía que el sufrimiento se acrecentara en el mundo social como la entropía en el cosmos.

En principio la pregunta que se formula no es retórica; por el contrario, mantiene un trasfondo de profundo cuestionamiento que interpela a los políticos de cualquier lugar del mundo, encargados de superar ese estado de sufrimiento para instalar al ser humano en un estado bienestar propiciando políticas públicas con ese fin.

Pongamos lo anterior en referencia directa al político que dice encabezar la cuarta transformación en México. El punto de conexión tampoco resulta retórico sino obligado porque, bajo el pretexto de que el mexicano adulto es menos feliz que el niño, se cree necesario impedir su crecimiento. Por lo menos así lo veo desde la narrativa que propone el propio presidente, quien percibe al ciudadano como un infante del todo vulnerable y en lugar de impulsar su crecimiento, lo reduce a su más mínima expresión.

Y en esa mínima expresión lo contempla como un ser sufriente, empobrecido espiritualmente para afrontar la diaria renovación del sufrimiento que lo acosa y que le impide crecer. La cuestión, sin embargo, no es esa. Que este político en particular, que además es el presidente de la República, vea así al individuo que gobierna podría no estar mal pues ese podría, incluso, ser el motor de grandes iniciativas que lo pusieran en otro orden de impulso.

Lo que resulta inapropiado es que este político en particular, que además es el presidente de la república, sea incapaz de concebir políticas públicas adecuadas para hacer emerger a ese pueblo al que le impide crecer porque lo piensa bajo el monto de la mísera pensión que le otorga para salvarlo, según su universo de pensamiento, convirtiéndolo, además, en un cliente dispuesto a dar el sí a todas sus ocurrencias.

Y sí, este mundo social en el que vive el mexicano es un mundo de sufrimiento. Verdad irrefutable. Por eso hoy quiero referirme únicamente uno de los muchos factores que constituyen ese corpus que deteriora la vida cotidiana: la violencia.

Sí, la violencia, cuyo rostro visible son los miles de cadáveres que tapizan el paisaje mexicano haciéndolo repugnante, aún a la mirada más indiferente. Ya sabemos que siempre habrá bastantes hombres para pensar que es necesario inmolar a muchos por cuestiones de poder, de dinero, de adquisición de privilegios y de ideologías. Pero también sabemos que las políticas públicas de un gobierno, como el de la cuarta transformación, deberían colocarse entre aquellos que desearían, sin importar a qué precio, salvar a esos muchos y cortar de cuajo toda posibilidad de que esa dolorosa experiencia pudiera replicarse en el futuro.

En cuestiones de violencia los políticos, y éste del que hablo en particular, siempre proponen desigualdades complejas en las que entran, no solamente incógnitas en exceso, sino ocurrencias sin medida común. Y para resolverlas hacen suposiciones gratuitas que nunca conducen a nada.

Y suposición gratuita, además de burda, es no combatir a las organizaciones del crimen, causantes, sin duda, de mucho sufrimiento a través de la violencia. La creencia, sostenida como política pública para enfrentar al crimen organizado, de que la violencia no se combate con violencia y son mejores los abrazos y no los balazos, es de una irresponsabilidad no pensable en un personaje de gobierno, por más de que se pretenda esconderla en el grandioso ideal de que todo puede ser resuelto por la buena voluntad de un héroe surgido de quien sabe dónde. Por cierto, un héroe que no es él.

Nietzsche dijo alguna vez que lo que daña a la verdad no son las mentiras sino las convicciones. Quizá podría decirse algo parecido en este caso: estar al servicio de ciertos ideales, por más elevados que parezcan (el presidente tiene una insufrible vocación mesiánica), los seres humanos terminan por envilecerse siempre más. Y este presidente es un ser envilecido, feo. Su fealdad humana se destaca de la manera más clara porque tiene un fondo de sangre: la sangre de la violencia que no ha querido detener.

Pues bien, todo este gran rodeo ha sido para contextualizar algo que me llamó la atención en los recientes días que acaban de pasar. Como es todos sabido, resulta que las autoridades norteamericanas le pusieron precio a las cabezas de los hijos del Chapo Guzmán.

No es eso, sin embargo, lo que deseo destacar sino la reacción del presidente de la república. En el curso de una mañanera pude contemplar su rostro de estupor, de desasosiego, de miedo y de angustia e incertidumbre. Me asombró ver esa expresión en el mandatario mexicano. Pero mi asombro no tuvo límite cuando le escuché decir, casi en tono de defensa de los personajes involucrados, que eso no era asunto de Estados Unidos, sino de México.

Me acordé de aquel evento llamado «El Culiacanazo» en donde se había dado accidentalmente captura al muchacho Ovidio y el propio presidente de la República ordenó su liberación bajo el o pretexto de evitar un baño de sangre.

El comentario del señor presidente es digno de análisis. Desde su tribuna preferida parece exonerar a los muchachos de la organización criminal más conocida en el país. Pero no es de extrañarse, el presidente hace lo mismo con el núcleo de amigos o gentes que lo apoyan en su delirio transformador, pero condena despiadadamente a todos aquellos que difieren de su visión.

La violencia en el país resulta un acto de ingobernabilidad certificado a diario por Zacatecas, Guanajuato, Tamaulipas, Nuevo León, Michoacán… cabezas de playa de una guerra donde el enemigo tiene el camino franco para hacer y deshacer a su antojo.

No soy tan ingenuo como elevar un reclamo para que hombres puros sean los gobernantes, pero sí para desear tener hombres en el gobierno en los que la impureza no estorbe en nada a las obligaciones de su tarea.

Me parece sospechoso que el presidente reclame el derecho de México para tratar asuntos de los delincuentes Guzmán. Me gustaría que las farsas de ese derecho no terminen por hacer menos severos con la responsabilidad que se tiene para terminar, por fin, con los dramas de la violencia.

San Juan del Cohetero, Coahuila, 1955. Músico, escritor, periodista, pintor, escultor, editor y laudero. Fue violinista de la Orquesta Sinfónica de Coahuila, de la Camerata de la Escuela Superior de Música y del grupo Voces y Cuerdas. Es autor de 20 libros de poesía, narrativa y ensayo. Su obra plástica y escultórica ha sido expuesta en varias ciudades del país. Es catedrático de literatura en la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades; de ciencias sociales en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas; de estética, historia y filosofía del arte en la Escuela de Artes Plásticas “Profesor Rubén Herrera” de la Universidad Autónoma de Coahuila. También es catedrático de teología en la Universidad Internacional Euroamericana, con sede en España. Es editor de las revistas literarias El gancho y Molinos de viento. Recibió en 2010 el Doctorado Honoris Causa en Educación por parte de la Honorable Academia Mundial de la Educación. Es vicepresidente de la Corresponsalía Saltillo del Seminario de Cultura Mexicana y director de Casa del Arte.

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