La única forma válida de sumisión es a la ley. Es necesidad no conveniencia, o la discrecionalidad en su cumplimiento haría nugatoria su fuerza. Por eso el juramento de toda autoridad es cumplir y hacer cumplir la ley. Se equivoca el presidente López Obrador al decir que hay que anteponer la justicia. El dicho conspira contra las premisas básicas del Estado de derecho y de la vida civilizada.
No puede haber sumisión a la moral o a la justicia no formal porque no hay un código común. Lo justo podría serlo para algunos, quizá la mayoría, pero no para todos. Lo mismo vale para la moral. Por eso las leyes son resultado de un sentido de soberanía popular que la representa, no el gobierno sino la representación, esto es, el Congreso. Por eso también existen tribunales, para dirimir diferencias y hacer valer la ley. La moral es materia personal; la justicia social, política. La legalidad a todos obliga.
Con motivo de la renuncia del Dr. Jaime Cárdenas al Instituto Para Devolver al Pueblo lo Robado, el Presidente realizó dos expresiones que son monumento al autoritarismo: la primacía de la justicia sobre la ley y la obediencia ciega al proyecto político en curso. Las dos tesis son una forma práctica de mandar al diablo las instituciones y convalidar el despotismo en curso.
El problema no solo es lo que AMLO dice, sino lo que su gobierno hace. Él dice ser respetuoso de la libertad de expresión porque, en su sentir, no reparte grandes cantidades de dinero público a periodistas y medios. Su indignación o personificación de justiciero le motiva a hacer señalamientos públicos de condena a medios, empresas y periodistas, con frecuencia infundados o carentes de veracidad. Esto, además de ilegal en sí mismo, provoca bloqueo de cuentas, persecución fiscal y escarnio público. La agresión contra la libertad de expresión no tiene paralelo, con todo y que se invoque como fundamento la lucha contra la corrupción.
La lealtad ciega al proyecto político es oprobiosa para quien la invoca, a quien se dirige y especialmente a quien la observa. Esto lleva a un Congreso subordinado a la consigna presidencial más allá de lo razonable, como ha ocurrido en varias ocasiones y recientemente en la desaparición de los fideicomisos. El Presidente con el tiempo y con las dificultades se erige el Savonarola de nuestros tiempos. Su encendida prédica y condena a los infieles no guarda precedente en la historia política. Todavía más preocupante es que dé lugar a una oposición a su imagen y semejanza.
Efectivamente, la oposición reproduce lo peor de lo que se opone, esto es, su desprecio a la ley. Lo central de su exigencia, la renuncia del Presidente, no tiene cabida en la ley por más justo que parezca. Lo peor es que esto contribuye a la descalificación de lo mejor de la oposición y la crítica al abuso de poder. Justo lo que ya empezó a hacer el Presidente.
La autoridad y la prensa
Para toda autoridad, la prensa es problema y tentación. Uno de los rasgos de la modernidad es el escrutinio —bien o mal intencionado— que hacen los medios del poder. Napoleón Bonaparte fue un gran militar y quizás un mejor comunicador. Como pocos, supo utilizar a la prensa y los símbolos del poder. López Obrador es un comunicador excepcional, aunque a veces conspire contra su proyecto político.
La política se ha transformado, también los medios de comunicación, pero esta situación de tensión y conflicto persiste. Los populismos privilegian la comunicación y asumen postura hostil ante quienes les critican. La descalificación es lo que va de por medio. La expresión fake news (noticias falsas) la ha vulgarizado Donald Trump para poner en entredicho a medios que no le son afines.
López Obrador ha asumido una postura semejante. El debate entre autoridades y periodistas es positivo, no así que éste derive en el insulto, la calumnia y el descrédito al otro. La réplica del Presidente a los medios no va a la sustancia, sino a quien escribe. Estigmatizar y le da por presentarse como víctima, de modo que sin rubor afirma la patraña de ser el presidente más atacado desde Madero. El populismo lleva a los presidentes a comportarse como peleadores callejeros. En eso Trump no está solo.
Los gobiernos anteriores gastaron significativamente en medios y publicidad. Hubo abuso de unos y otros. Al presidente López Obrador le va mejor a pesar de una disminución importante del gasto en tal rubro.
Su protagonismo mediático corresponde a su estilo político. Ahora, como autoridad, no entiende los límites que le impone la ley, ya no digamos los modos de la civilidad política. No advierte su condición de poder; su conducta no solo intimida y atemoriza, también polariza y genera efectos de persecución, como ha sido el empleo de la UIF en el bloqueo de cuentas, el «balconeo» a periodistas y medios con acusaciones de corrupción, y el que los criminales se involucren en la defensa de sus intereses ante la prensa.
El Presidente no es un liberal. Nadie rehén de sus obsesiones lo es, y menos cuando se potencian desde el poder. Los medios habrán de librar una larga y difícil batalla hasta el término de lo que, para no pocos, ha sido una pesadilla. A los medios les ha faltado cohesión y sentido de cuerpo. Critican a la oposición por su incapacidad para contener el abuso y no advierten que proceden igual. También faltan acciones legales para obligar al Presidente a mantenerse dentro de la ley. Debe quedar claro que el Presidente no tiene libertad de expresión, sí derecho de réplica a partir de su condición de autoridad.
López Obrador fue electo presidente por cinco años y 10 meses. El mandato y su legitimidad persisten a pesar de la, incluso del intento —legal o ilegal— de una consulta de revocación de mandato.