Terrorismo sin cerebro

En su tercera definición del vocablo «terrorismo», el Diccionario de la lengua española apunta: «Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos». No es aceptable —de hecho, es repudiable— pero sí resultan comprensibles tanto la estrategia como el propósito de las células terroristas. Sin embargo, aun cuando intento ponerme en sus incómodos zapatos, hay ocasiones en que no razono su modus operandi.

La duda resurge tras el reciente atentado contra una escuela femenina en Kabul, Afganistán, que al momento de arriesgar estas palabras ya suma 85 víctimas mortales y 147 heridos. Sobra detallar que la inmensa mayoría de los decesos corresponden a niñas que recibían sus clases. El ataque, por si no bastara, cumplió a cabalidad con una táctica que se ha convertido en tendencia desde hace varios años y prácticamente deviene práctica común: hacen estallar una bomba en el blanco y, poco después, cuando el pánico se apodera de las personas, se crea el tumulto o arriban los primeros equipos de auxilio, denotan otro artefacto explosivo. En el caso de la agresión contra la escuela femenina de Kabul fueron tres en total. Combinación de uno y dos. El efecto resultó brutalmente eficaz.

Está claro que las acciones terroristas nunca han sido —ni serán— proclives a la misericordia o la piedad porque va en contra de su propia naturaleza, sin embargo, suelen estar respaldadas por un pensamiento lógico que va más allá de matar por matar. No imagino a Al Qaeda sembrando bombas en los barrios pobres de La Habana, por citar un ejemplo estrambótico. ¿Cuál sería el mensaje? ¿Qué obtendrían a su favor?

Recordemos la que, hasta la fecha, es considerada la acción terrorista más grande de la historia. Me refiero, por supuesto, al atentado del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos y que costó la vida de 2 mil 996 personas, hirió a más de 25 mil y causó daños económicos por 10 mil millones de dólares.

Las cifras son alarmantes, sin duda, pero más impacto creó el objetivo per se: El desplome de las Torres Gemelas, sede del World Trade Center, y la afectación a las instalaciones del Pentágono. Ambos símbolos de la magnificencia de Estados Unido. La primera, ícono de su desarrollo económico, y el segundo, de su poderío militar. Además, los ataques tuvieron lugar cerca de la capital del país (Washington) y de la capital del mundo (como se conoce a Nueva York). Decir que el mundo entero recriminó el hecho sería pecar de inocentes. Sin contar a los autores del crimen, extremistas hay por doquier y muchos de ellos aprobaron la masacre. Las entrañas de la primera potencia del mundo habían sido alcanzadas. Las cientos de bajas que sufrieron después las tropas de Al Qaeda y la ejecución de su entonces líder, Osama Bin Laden, como respuesta del ejército estadounidense a la afrenta cometida no se comparan con los reflectores —y miles de seguidores— que ganaron tras su sangrienta gesta. No debemos olvidar que, ante la mirada de la comunidad internacional eran asesinos, sí, pero también gente capaz de inmolarse por su causa y demostrarles a todos hasta dónde podían llegar.

Quizás por eso —desde la perspectiva más fría y objetiva que puedo asumir— no alcanzo a comprender la razón práctica o fe idealista que mueve a un grupo extremista a explotar tres bombas en un centro educativo. Pregunto, otra vez, ¿qué mensaje esperan dejar? ¿Que son capaces de matar niñas de colegio? Eso no suena tan valiente como secuestrar un avión y estrellarlo contra un complejo militar. ¿De verdad esperan sumar adeptos a sus filas con estas demostraciones?

Pero, está bien, supongamos que sí. ¿Qué filas son esas? ¿Adónde ir? Porque hasta hoy, ningún grupo bélico ha levantado la voz para decir: yo fui el responsable. El atroz atentado, entonces, además de cobarde, sigue sin ser firmado. En términos de opinión —otro elemento que siguen muy de cerca las células terroristas— la única cohesión que lograron sus ejecutantes fue que los tildaran de idiotas disfrazados de malvados. Es como si un par de niños le abrieran la panza a una lagartija y quisieran mostrarla a los vecinos de la cuadra como el cadáver de un dragón.

Y eso es completamente nuevo. Porque terrorismo sin corazón es algo que todos esperamos y a lo cual, si bien no nos acostumbraremos nunca, tampoco nos sorprende. Pero terrorismo sin cerebro representa un suceso inédito y, ciertamente, no para bien.

La Habana, 1975. Escritor, editor y periodista. Es autor de los libros El nieto del lobo, (Pen)últimas palabras, A escondidas de la memoria e Historias de la corte sana. Textos suyos han aparecido en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Actualmente es columnista de Espacio 4 y de la revista hispanoamericana de cultura Otrolunes.

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