La falta de democracia en México durante los 70 del PRI en el poder no ha dejado de pasar factura. Los presidentes eran intocables, pero una vez que la figura se desacralizó en las urnas, Vicente Fox y sus sucesores debieron someterse a nuevas reglas. Llegar a ese punto, costó, en términos churchillianos, «sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas». Bajo el sistema de partido hegemónico, gobernador que infringía el culto al presidente era condenado a la hoguera; hoy hasta el burócrata más anodino lo confronta incluso en columnas. Empresarios, intelectuales y medios de comunicación, salvo excepciones, practicaban el mismo rito. No había crítica.
El PAN fue por mucho tiempo la única oposición organizada, y como tal ganó prestigio. No de balde se le reconoció, después de múltiples fraudes en su contra, la primera gubernatura (Baja California) para inaugurar más tarde la alternancia. Sin embargo, el ejercicio del poder y la soberbia también lo corrompieron. La reforma política de José López Portillo abrió cauce a las izquierdas después de levantar la veda al Partido Comunista, cuyo candidato presidencial, en 1923, fue Plutarco Elías Calles, fundador del Partido Nacional Revolucionario; después PRM y por último, PRI.
Las alternancias entre el PRI y el PAN provocaron frustración en la mayoría de los mexicanos por no haber significado mejoría ni cambio. Acción Nacional retuvo la presidencia en una elección fraudulenta, y el PRI la recuperó a base de dinero de fuentes irregulares (gobiernos estatales, consorcios y transnacionales como Odebrecht). El resultado fue el debilitamiento de las instituciones (sobre todo de la presidencia), el surgimiento de cacicazgos estatales, como el de los Moreira en Coahuila, la expansión y el predominio de la delincuencia organizada y una venalidad practicada y propiciada desde las altas esferas políticas y económicas.
Andrés Manuel López Obrador polariza por no asemejarse a sus antecesores del PRI y el PAN. Todo cambio de régimen implica sacudimiento. Ningún jefe de Estado se había confrontado con los poderes fácticos ni puesto en el centro de su agenda el combate a la corrupción, donde anida la mayoría de los problemas del país. Tampoco intentó ninguno desmontar el sistema de privilegios y complicidades que lo sustentaba. El problema es la forma. Incurrir en generalizaciones y no demostrar voluntad para rectificar afecta reputaciones, intoxica el ambiente y sirve a los detractores de AMLO para desahogar fobias y presentarlo como un dictador cuando al mismo tiempo enumeran supuestos fracasos que refutan su argumentación.
AMLO y Morena, como cabeza de Gobierno y partido en el poder, utilizan los mismos medios de los cuales se valieron los presidentes anteriores y sus formaciones políticas para conducir al país de acuerdo con su ideología, ejercer sus mayorías legislativas para desarrollar los programas por los cuales se votó en las urnas y conservar el poder. Esto sucede en todas las democracias del mundo. López Obrador supo diferenciarse de sus predecesores y la mayoría lo percibe así, no obstante su estilo rijoso y los resultados, pobres hasta ahora, de la transformación propuesta. Otra fortaleza del presidente radica en la debilidad de las oposiciones, en la falta de credibilidad de la comentocracia y en la desvinculación de los sectores objeto de sus diatribas, en particular de la tecnocracia devenida en casta, con el ciudadano de a pie. Nuestra democracia está en pañales.