Concedo, pero distingo, como decían los escolásticos: conforme avanza la vida uno escribe más de lo que lee —al menos es mi caso—, y ya sé que toda generalización tiende al absurdo.
Hace muchísimos años leí de manera cabal la novela cardinal de Marcel Proust, traducida de manera parcial por Pedro Salinas, de quien recuerdo una frase deliciosa: «lo que eres me distrae de lo que dices».
Yo tenía veintitantos años y me retuvieron, de esos musculosos siete volúmenes, tres frases.
Compartí la primera con la niña de los porqués. Era una agraciada exalumna que frecuentaba esa monomanía fascinante.
«¿Por qué te gustan esas frases?»
La primera es ésta: «La sencillez no encanta sino a condición de que los demás sepan que podrías no ser sencillo».
La segunda no disimula su retranca misógina: «Las mujeres más bellas huelen mal o tienen un nombre muy feo».
Sé que no cito con la fidelidad que quisiera. Por fortuna la memoria humana es porosa, falible.
La tercera se la escuché a José María Pérez Gay en la Universidad Iberoamericana CDMX, pero él se la atribuyó a Julio Cortázar: «a las águilas, como a los escritores, hay que verlas desplegando sus alas en el cenit del cielo; no en su gayola o jaula».
Tres de Marcel Proust. ¡Ah!