No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.
Edipo Rey
Mientras escribo esto, se multiplican los casos de acoso de profesores a alumnas por toda la república. Esta realidad lastima la conciencia de la educación de nuestra patria. Es reprobable que esos sujetos se aprovechen de la noble tarea de preparar a las futuras generaciones, para satisfacer sus instintos bestiales.
Para reflexionar sobre este fenómeno echo mano de dos novelones. Se trata de Desgracia del nobel de literatura J. M. Coetzee y de La mancha humana del que debió ser Nobel de literatura, Philip Roth. De las dos obras hay sendas películas que vale la pena ver. Hoy me voy a ocupar de Desgracia.
En Desgracia, David Lurie hace las veces de un profesor con pocos blasones en su haber. Sus clases son por demás intrascendentes. Cuando se hace pública su relación con una alumna, Melanie, David prefiere renunciar a su plaza de profesor que disculparse. El ostracismo lo obliga a abandonar Ciudad del Cabo y refugiarse con su hija Lucy en provincia.
«Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor…» (p. 11), afirma Coetzee. Es un profesor sin vocación. En realidad, a lo largo de los años ha acariciado la idea de escribir un libro sobre Byron. La docencia no le apasiona, pero le da para vivir. Él mismo confiesa: «Nunca he sido un gran profesor». (p. 84) Y ya hacia el final de la novela lo confirma: «¿Profesor? Sí, pero casi por casualidad. La enseñanza nunca ha sido mi vocación (…) Yo más bien era lo que antes se llamaba un erudito (…) A eso me dedicaba de todo corazón. La enseñanza solo era una manera de ganarme la vida». (p. 202) ¡Cuántos profesores de esta laya encontramos en nuestras latitudes: ¡sin vocación para enseñar, con ínfulas de investigadores y obsesionados con la paga!
La cosa se va complicando y David no pone freno a la relación, se deja llevar. Y todo trae consecuencias nefandas. Se dice para sus adentros: «tal vez a pesar de todo haya un futuro». (p. 41) Pronto la chica lo denuncia. Corre el riesgo de perder su trabajo. Pero David no se defiende, renuncia. No se arrepiente: «El arrepentimiento pertenece a otro mundo, a otro universo, a otro discurso». (p. 77) Su exmujer, Rosalind, le espeta: «Todo esto es una desgracia de principio a fin. Una desgracia y una vulgaridad». (p. 61) Pero esto apenas comienza. La desgracia se prolonga dramáticamente al lado de su hija, como si fuera un castigo por lo que hizo.
David se va a vivir a Salem con su hija Lucy. Lucy tiene un negocio de hospedaje para perros. Un mal día, unos ladrones invaden la granja de Lucy. Lurie permanece encerrado en el baño mientras los hombres negros violan a Lucy. Una nueva desgracia que se suma a la del acoso. El distanciamiento entre padre e hija se acentúa pues Lucy no quiere denunciar el hecho. Por ello David la reprende: «No es así como funciona la venganza, Lucy. La venganza es como el fuego. Cuanto más devora, más hambre tiene». (p. 142) Y a Petrus, el trabajador de la granja, de quien David sospecha, le suelta: «Yo soy el padre de Lucy, yo quiero que esos hombres sean apresados y puestos ante la ley y castigados». (p. 152) David no se resigna a dejar a Lucy en Salem. Sin embargo, vuelve a Ciudad del Cabo.
Ahí, en diálogo con el padre de Melanie, reconoce su tragedia: «Según mi propio lenguaje, estoy siendo castigado por lo que sucedió entre su hija y yo. Estoy sumido en una desgracia de la que no será nada fácil que salga por mis propios medios». (p. 215) Y su ex, Rosalind, de manera cruel le echa en cara: «Te has quedado sin trabajo, tu nombre ha sido pisoteado y arrastrado por el fango, tus amistades te evitan, te escondes en Torrance Road como una tortuga temerosa de asomar la cabeza fuera de la concha». (p. 236)
Al final de la novela, Lurie retorna a Salem. Dialoga con su hija. Ella le revela: «Estoy decidida a ser una buena madre, David. Una buena madre y una buena persona. Tú también deberías tratar de ser buena persona». (pp. 266-267) David nos decepciona. Una resignación, nada estoica, lo derriba: «Sospecho que ya es demasiado tarde para mí. Yo no soy más que un veterano en prisión que termina de cumplir su condena. Tú vas por buen camino, y llevas un buen trecho recorrido». (p. 267) El final queda abierto, con un David dedicado a sacrificar animales. El epígrafe nos invita a esperar pacientemente para juzgar si David consiguió a fin de cuentas ser feliz.
¿Qué podemos concluir de esta desafortunada historia? La palabra «desgracia» es definida por la RAE como la situación de quien sufre un suceso doloroso, o como un suceso que produce dolor o pena, o como una situación de infelicidad, o como mala suerte. Pero es hasta su quinta acepción que hace referencia a la circunstancia de quien ha perdido la gracia o la amistad. Y eso es lo que pasó con David Lurie. Dios, el padre de todos los hombres y de todas las mujeres, le ofreció una gracia. La gracia de una vida realizada en la docencia y en la investigación, la gracia de una vida realizada en el amor de pareja y familiar. Pero, desdichadamente, David no aceptó esta gracia. La gracia divina debe ser entendida como el favor o el don que Dios concede a los seres humanos para realizar su vocación. En este interesante intercambio entre oferta y realización, se pone en juego la libertad. David se perdió en el anonimato, no supo enfrentar a la desgracia, o quizá la enfrentó de manera un tanto anodina: «sospecho que ya es demasiado tarde para mí». ¿Significa esto el rechazo de la gracia de nueva cuenta? «No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto». El lector tiene, como siempre, la respuesta.
Referencia:
Coetzee, J. M., Desgracia, Trad. de Miguel Martínez-Lage, De bolsillo, Contemporánea, México, 2009.