Es correcto decir que la globalización es una postura demencial instalada en las acciones de gobernanza en una nación. Lo es porque para corregir sus desenfrenos exige poner orden, construir una economía estable que permita, a su vez, consolidar las estructuras de un Estado efectivamente sólido, capaz de ofrecer seguridad y certeza en todos los órdenes que afectan la vida de la nación.
Y eso, naturalmente, no es fácil; se requiere sumar muchos esfuerzos para reorientar la línea de dirección.
A la hora de ser juzgada, a la globalización el juicio le será adverso, sin duda. Particularmente la percepción respecto de esta postura que tiene nuestro Gobierno está asociada al desempleo, a servicios sociales en descenso, pérdida de soberanía, desintegración del derecho internacional y un cinismo político que se congratula con los totalitarismos históricos más visibles.
En el caso de la visión que nuestros gobernantes mantienen en torno a la globalización resulta sesgada, a falta de un abordamiento crítico e inteligente que la transforme en un desafío para, a pesar de sus contradicciones, crear crecimiento, prosperidad y justicia social.
En el tiempo histórico que nos ha tocado vivir la globalización es inevitable y no significa, necesariamente, que sea fatalmente negativa. Quizá podría ser controlable y entonces podría juzgarse por sus efectos sociales.
Para los países que no han podido alcanzar un desarrollo que abra umbrales de bienestar, más allá del discurso retórico, enfrentar la globalización no es fácil pues se requiere la base de una sociedad civil activa, de una cultura diversificada que pueda enfrentarse con éxito a la invasión de una cultura mundial de mero entretenimiento, una cultura excluyente, uniforme y, por eso, siempre vacía. Se requiere también de sectores públicos y privados activos, sumamente conscientes de su responsabilidad en el proceso constructivo de la sociedad donde tiene lugar su quehacer.
El gran problema es que ambas cosas requieren de un Estado fuerte gracias, entre otras cosas, a su base tributaria sin mediación de persecuciones policiales, así como el establecimiento de una política social en beneficio, no sólo de un sector privado generador de riqueza, sino de una población trabajadora, educada, saludable, con capacidad de consumo para insertarse en un mercado que le reditúe beneficios sin empobrecerlo hasta la ruina.
Por supuesto se requiere de un Estado promotor de un marco democrático que le reintegre a la noción de soberanía su sentido político más puro.
En ese sentido los gobernantes que le dan forma al Estado mexicano deberían saber que no hay nación soberana en el orden internacional si no es soberana en el orden nacional. Y ciertamente soberanía nacional no parece existir hoy cuando tenemos, y mantenemos, un Gobierno que no sabe respetar los derechos políticos y culturales de una población gobernada bajo la simple y reduccionista concepción de «pueblo» a quien se le ha coartado su derecho a la ciudadanía.
Los políticos que gobiernan este país ignoran que la base más firme y creativa para transformar los crudos procesos globalizadores en reales oportunidades de crecimiento, prosperidad y justicia es el reconocimiento de una sociedad civil que se distinga por la categoría definitoria de ciudadanía, no de habitante que recibe una dádiva insultante a cambio de lealtad incondicional.
La sociedad civil, teniendo como base al ciudadano; la democracia que trasciende el sufragio; y la cultura entendida como campo de expresión colectiva, son los depositarios naturales de la verdadera soberanía fundada en el plebiscito diario convertido en ordenanza cotidiana que norma toda acción institucional.
Los grandes pensadores de la política nos recuerdan que no hay democracias estables sin la existencia de un Estado fuerte. En el caso nuestro ni fuerte es la democracia, ni fuerte es el Estado. Eso se corrobora en el hecho de que el Estado mexicano ha renunciado a su función de implementar políticas públicas de salud, educación, economía, empleos, seguridad. Al hacerlo ha perdido su sello de identidad y ya no sabe cuáles son sus desafíos.
Así que, en términos de hacerle frente a la globalización, sobre todo cuando se habla de su expresión contemporánea: el neoliberalismo, la pura negación resulta inútil; más productivo sería ver cómo aprovechar esa realidad que nos circunda.
Ignoro cuáles sean las virtudes de la globalización (si es que las tiene) pero ésta llegó y no podemos eludirla; entonces sería mejor limar asperezas, abandonar las oposiciones y resistencias y legislar y sujetar a políticas las realidades globales.
De no ser así, este país estará lejos de tener políticas reales de desarrollo, de bienestar, de trabajo, de infraestructuras, de educación, de salud, de protección del medio ambiente, de los derechos de la mujer y, en general, de la defensa de la esfera privada contra la invasión pública.
Me parece que de poco sirve que el presidente y sus incondicionales aliados expongan todos los días por la mañana los vicios generados en su propia ideología pues sus alcances nos llevan directamente al tribalismo, a un nacionalismo reductivo, a la xenofobia, los prejuicios raciales y culturales, la violencia verbal que se concreta luego en las diferentes regiones del país.
Lo mejor sería tratar de encontrar los mecanismos de una nueva gobernanza más sana para poder aspirar a un nuevo orden internacional que sea igualmente saludable.
Seguro estoy de que, en la medida en que el Estado mexicano inicie estas nuevas maneras, en esa misma medida protegerá con mejores políticas públicas la consolidación de la nación y cuyos beneficios se verán reflejados en una autoridad de mayor envergadura para proponer leyes globales sobre los diversos temas que hoy están en la mesa de discusión: medio ambiente, migración, normas de trabajo, financiamientos para el desarrollo, crimen organizado, feminicidios, educación, salud, pobreza, sólo por citar algunos ejemplos.
Hoy somos un país sin repercusión alguna en el marco internacional, a no ser por la mala imagen derivada de la violencia organizada. Estamos lejos de ser un modelo que influya en otras naciones y, en esta administración, nos hemos ido aislando porque a las autoridades que hoy gobiernan les gusta el monólogo y la autocontemplación.
Y no. Ante todo, gobernanza nacional efectiva, no respuestas viscerales. Lo que hace falta es política de altura, no procedimientos de grupo que no saben mirar la extensa campiña se despliega más allá de los muros que nos aprisionan.