El inmenso Voltaire, pensador de indiscutibles alcances, decía —palabras más, palabras menos— que una República no está basada en la virtud, sino en la ambición de los gobernantes, en su orgullo por la represión, en su pasión por el dominio del otro, en la proyección de su ideología hacia la formación de una religión que no admite el debate de las ideas.
La República nuestra es el claro ejemplo de esa contundente idea. Imaginemos a nuestra sociedad mexicana como una comunidad de comensales que comen en la misma mesa en condiciones de armonía hasta que se hace presente un individuo voraz, vigoroso, perverso, que arrasa con todo y deja para el resto sólo las migajas.
Eso es el presidente, quien llegó al poder mediante el voto popular que significó la renuncia temporal de una acción política ciudadana postergada hasta las siguientes elecciones, momento en que los mecanismos de delegación volverán al principio para acabar de la misma manera.
Esta renuncia ciudadana es el primer paso de un proceso que, aun estando democráticamente justificado por los votos, nada tiene que ver con la democracia, incluso puede llegar a ofender frontalmente la Ley porque la democracia no son los votos; la democracia no nace de manera espontánea sólo porque se ha emitido un sufragio. Más bien, esta esperanzadora experiencia de relación social está vinculada estrechamente con los procesos históricos en los que nace, se desarrolla y propicia la participación colectiva.
En México hemos incorporado bruscamente la democracia a nuestro sistema político. Históricamente se ha asumido de manera precoz, sin haberse perfeccionado, como lo demuestra la construcción de órganos formales representativos de un derecho del individuo, suplantando y vulnerando su derecho que debiera ser, no formal, sino natural.
Este hecho significativo ha vulnerado también la plena ciudadanía política golpeando profundamente los fundamentos mismos de esa ciudadanía mediante un trabajo netamente legislador que ha convertido a la democracia en un complejísimo constructo técnico articulado por los institutos del orden, pero reducido a un espejismo donde sólo cuenta el sufragio.
Semejante construcción se apoya en la retórica de los partidos políticos, en sofisticados procesos electorales y en tribunales judiciales para dirimir controversias. En todo ese entramado se pierde la noción de que en la democracia ningún interés puede vencer erigiéndose luego como una jerarquía imperial que termina actuando como una dictadura.
Hoy la democracia moderna es vista como el régimen capaz de transformar los intereses de todos en derechos y deberes porque mantiene una razón comunitaria fundada en la tendencia inclusiva de todas las voluntades y los intereses colectivos.
El Estado democrático moderno debe entenderse como un modelo de convivencia, no sólo entre seres humanos, sino también como el alcance de otros ámbitos tales como la economía, la política, la moral y la ética, es decir, todo un sistema institucionalizado, donde el Estado de derecho se corresponda con el Estado social y la cultura.
Pero para alcanzar ese logro se necesita un elemento clave: el ciudadano, no el voto. Hablo del sujeto que ejerce la ciudadanía política plena porque razona su participación para mover a la sociedad en que desenvuelve su quehacer para construir los instrumentos políticos que permitan alcanzar el bien común, a pesar de no coincidir a veces con el resto de los que también razonan y participan.
Hablo, por supuesto, del ciudadano íntegro porque está completo. Dejo fuera de este esquema al otro, al incompleto, al fragmentado, al que le hicieron añicos su conciencia y que por eso anda por ahí, dispuesto a comercializar su voto a cambio de la humillante membresía en una pensión, de una beca para construir el futuro, o ya, aunque sea, ser invocado durante las mañaneras en el vocabulario del que se sueña profeta.
No, no hablo de ese que ha construido un país desarticulado que a diario representa una obra ajena a sí mismo, en donde cada personaje intercambia rostros, nombres y actitudes, dejándolos sin la esencialidad de la identidad, donde los escenarios tienen como base constructiva el azar, arrojando como resultado una decoración que crea la sensación de estar en un escenario, ajeno y extraño
a lo que este país es en su más dolorosa intimidad.
Así viven millones de mexicanos, aislados, acribillados por la propaganda, acotados por la carencia de información, embrutecidos por el adoctrinamiento de los partidos políticos que los ha hecho serviles de la manera más indigna y que en el colmo de la degradación, hoy han llegado a divinizar esta forma de vida y ya no saben que en verdad hay otra, más esperanzadora.
Yo hablo del ciudadano que participa razonadamente en la construcción de su sociedad. Por eso también, espero con ansia en que llegue el día en que los mexicanos empiecen a referirse a los principios ciudadanos y no a los principios políticos, como una práctica de otro orden más elevado en la jerarquía de valores de una sociedad madura y lista para mejores y más grandes momentos en su historia.
No entiendo por qué los mexicanos más preparados: médicos, abogados, catedráticos, ingenieros, artistas, periodistas, es decir, los que debían ser la cabeza pensante del país, han aceptado ser vejados y humillados por el ejército de zánganos que gobiernan a México con la tranquilidad de quien sabe que su coto de poder no se encuentra amenazado.
Cuando ocurra la verdadera transformación intelectual del ciudadano de este país, aparecerá entonces la idea precisa de que lo que legitima a la autoridad política es, justamente, la autoridad ciudadana, no el voto.
Cuando ese momento llegue, este país estará muy cerca de la madurez intelectual que lo proyecte hacia una condición de grandeza inalcanzable. Rozará entonces esa construcción intelectual llamada democracia.
Desconfío de que el voto sea el único motivo de análisis para otorgar la certeza de que así se expresa la verdadera voluntad mayoritaria. No creo que eso sea democracia. Tomar únicamente ese componente es amenazarla con las armas de la intolerancia y de la sinrazón creando así un escenario donde se enseñorea la rapiña por un coto de poder y la discordia con aquellos que piensan de otra manera.
Haga una revisión de estos tiempos de campaña y entonces deberá concederle la razón a Voltaire: una República no está basada en la virtud, sino en la ambición de sus gobernantes o de los que pretender gobernar.