Por ignorar la máxima del ex primer ministro inglés Benjamín Disraeli según la cual «Ningún gobierno puede mantenerse sólido sin una formidable oposición», muchos regímenes se dan contra la pared y no pocos sucumben. Peña Nieto fusionó al PRI, PAN y PRD en el Pacto por México y después se autoimpuso el título de salvador de la patria, tal como lo presentó la revista Time en su portada del 24 de febrero de 2014. Irónicamente, ese año marcó el derrumbe de la administración peñista y, para efectos prácticos, el fin del sexenio. Los signos por los cuales su presidencia será recordada son la violencia contra la sociedad civil y la corrupción, caracterizadas por la desaparición de 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa y la compra de la casa blanca, en siete millones de dólares, al proveedor consentido de Peña desde sus tiempos de gobernador de Estado de México.
Desprovisto el país de una auténtica oposición y borradas las fronteras entre los principales partidos, Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) llenó el vacío y apenas en cuatro años ganó la presidencia y la mayoría en el Congreso. Ernesto Zedillo —en la segunda parte de su gobierno—, Vicente Fox, Felipe Calderón y Peña Nieto encabezaron gobiernos divididos. Pero en vez de generar oposiciones formidables, las cúpulas partidarias se regodearon y se dedicaron a medrar. Castigados en las urnas y cruzados de brazos en espera del desplome de Andrés Manuel López Obrador, los residuos de las siglas hermanadas en el Pacto por México se han vuelto a reunir en una alianza electorera sin posibilidades de éxito.
El adormecimiento de las oposiciones sirvió al gobierno, cuyos cañonazos millonarios actuaron como soporíferos para domesticar a los partidos y aprobar las reformas sin debate en el Congreso. Empero, como advertía el conde de Beaconsfield, uno de los motes de Disraeli, sin fuerzas contrarias que pusieran a prueba sus cimientos, el gobierno se debilitó y juntos le abrieron a Morena las puertas de la presidencia. El mal desempeño de López Obrador no ha hecho mella en el ánimo de los electores, pues la mayoría lo apoyan a él y a su partido para las elecciones de este año. La situación confirma dos cosas: 1) el desapego ciudadano a los partidos tradicionales; y 2) el repudio hacia una clase política corrupta y divorciada de la sociedad.
La hibernación de las oposiciones, cuya somnolencia contagió a medios de comunicación, intelectuales y liderazgos sociales y empresariales, hace ver la crítica a gobiernos venales, cuyos atropellos continúan impunes, como algo revolucionario. Muchos de los males de México y de Coahuila provienen de la falta de debate parlamentario y del sometimiento de los congresos al presidente o al gobernador de turno. La denuncia del diputado panista Rodolfo Walss, en la instalación de la LXII legislatura, por la megadeuda, el colapso del sistema sanitario y la falta de inversión, derivados del quebranto, pues el pago acumulado de intereses redujo en más 34 mil millones de pesos la capacidad financiera del estado, fue motivo de censura.
Llevar a la tribuna del Congreso un clamor ignorado por las legislaturas previas no convierte a Walss en héroe, pues no hace sino cumplir su deber como representante popular. Si llama la atención, se debe, justamente, a que la mayoría prefiere mirar para otro lado. Pedir al gobernador Miguel Riquelme claridad sobre su lealtad —con Coahuila o con los Moreira— verbaliza un sentimiento de muchos ciudadanos que el propio gobernador conoce. En vez de asustar o de poner sordina a las voces discrepantes, deben celebrarse, pues en lugar de vulnerar al gobierno, lo consolidan.