Hace unos días se celebró un aniversario más del 21 de mayo de 1908, cuando los hermanos Wright se elevaron, como decía Nietzsche, y desde arriba todo les pareció pequeño. Originarios del estado de Ohio, en los Estados Unidos, entraron esa mañana a la oficina de patentes para registrar un invento que cambió al mundo: Una máquina para volar. Siglos de experimentación fallida habían llegado a su fin.
Durante miles de años, los humanos habían pretendido volar. Leyendas y cuentos de hadas están llenos de humanos y animales que vuelan, deslizándose sin esfuerzo por el aire. Dragones, caballos alados como el Pegaso y humanos que volaban como Ícaro, a quien su padre Dédalo, tomando las plumas de miles de aves y usando hilo y cera, le construyó alas advirtiéndole que no volara demasiado alto, ya que el calor del sol derretiría la cera que sostenía las plumas. Sin embargo, Ícaro era ambicioso y quería alcanzar el cielo, así que voló tan alto que el calor del sol derritió la cera que sostenía las plumas en su lugar y las alas se desintegraron por completo e Ícaro se desplomó y cayó a las aguas del mar de Icaria, en el Egeo, ahogándose hasta su muerte última.
En la vida real, por supuesto ningún humano puede volar, y a pesar de ello, nuestros sueños de hacerlo nos llevaron a construir endebles globos aerostáticos y planeadores de aspecto extraño. Luego llegaron los hermanos Wrighty todo cambió, aprendimos sobre las fuerzas del vuelo y creemos saber qué se necesita para mantener a aviones en el aire, como que si un avión se despega del suelo es por el mismo principio que lo hace un ave: la fuerza de levantamiento suficiente para oponerse a la fuerza del peso. Aquí entra en juego la fuerza de gravedad, esa que hace que todo caiga o sea atraído a la superficie de la Tierra.
Los humanos entendimos que, al igual que las aves, se necesitaba de una fuerza que proporcionara el empuje necesario para despegarse del suelo, y lo logramos con potentes motores que vencen la resistencia del aire y actúan en la dirección opuesta al movimiento. De nuevo entran en juego fuerzas como la de elevación, de empuje y la de equilibrio.
Pero el porqué un avión puede despegarse del suelo sigue siendo un misterio en el que la ciencia no logra ponerse de acuerdo. En el libro El enigma del avión: teorías rivales en aerodinámica 1909-1930, escrito por David Bloor, científico de la Universidad de Edimburgo, se hace una pregunta: ¿Por qué vuelan los aviones?
Y es que durante los primeros años de la aviación hubo una intensa disputa sobre la pregunta de porqué y cómo un ala de un avión proporcionaba sustentación. Bloor revela el impacto que tuvieron científicos ingleses y alemanes en este gran debate, al que incluso se unió el propio Albert Einstein, quien presentó esta explicación durante su breve y deslumbrante temporada como consultor de aerodinámica, lo que condujo a un avión que, según su piloto de prueba, voló «como un pato preñado».
En el corazón del problema estaba la física del flujo de fluidos. Esto pareció ser la clave para entender el levantamiento de un avión, y el desafío ahora era explicar por qué el aire viaja más rápido sobre la parte superior del ala que debajo de ella. Una explicación de esa sustentación se centra en las Leyes de Newton, que argumentan que es el resultado de la parte inferior del ala que desvía el aire que se aproxima hacia abajo, produciendo una fuerza igual y opuesta hacia arriba. Esto suena muy bien hasta que uno se da cuenta de que, al hacer lo mismo con una tabla de madera, no se obtiene los mismos resultados que con un ala.
En resumen: Una teoría no física incorrecta puede utilizarse como teoría científica con cierto éxito, pero no puede competir con una teoría física correcta. David Bloor, muestra cómo los primeros aerodinamistas llegaron a un acuerdo con esta inquietante verdad después de una disputa de intensidad casi religiosa entre las mentes matemáticas más brillantes de su tiempo.
Sin embargo, y a pesar de todo, los aviones despegan y se sostienen en el aire, y volar nos parece tan normal y rutinario, que cuando nos subimos a un avión, ni siquiera pensamos que estamos ante casi un milagro, de esos hechos que ni siquiera la ciencia ha logrado explicar con claridad: Alcanzar las alturas y volar tan alto como la nube más lejana.