Xantolo, culto a los muertos en Solís Allende

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, poco a poco vamos desapareciendo del mundo terrenal, bueno, no desaparecemos, simplemente nos transformamos. Cada uno de nosotros trasciende según sus acciones, o por lo que dijo, o lo que escribió durante el curso de su efímera existencia. Los usos y costumbres dialécticamente cambian a corto o largo plazo, y lo que hoy es verdad, mañana puede ser mentira y puesto que la historia no se repite para conocer el pasado se recurre a los registros plasmados según las circunstancias y recursos del momento histórico que se vivió.

El siguiente texto es un recordatorio de estos días en que se le rinde culto a los que ya cumplieron el ciclo vital, pero que perduran en los recuerdos personales de cada uno de los que todavía respiramos y nos percataremos que ese culto a nuestros seres queridos ya ausentes, se ha ido modificando en cuanto lo superficial, aunque la esencia ancestral perdura en la mente de cada uno de nosotros

Remembranzas de mi infancia, me hacen relatar que prácticamente durante todo el mes de octubre se destinaba a los preparativos para las festividades de rendirle homenaje y recordar específicamente a los seres queridos que abandonaron el mundo de los vivos, y con la creencia dualista de cuerpo y alma, los días 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre, las almas de los muertos descendían del cielo y los vivos recibimos esas almas plasmadas en evocaciones almacenadas y grabadas maravillosamente en una de las funciones excelsas de nuestro cerebro: la memoria, y que voluntariamente en esos días, nostálgicamente, revivimos el remoto pasado, platicamos, reímos, comemos, bailamos, cantamos, trabajamos, y gozamos, discutimos, nos peleamos, nos enojamos con esos seres queridos como si estuvieran en cuerpo presente y obviamente, con los de cuerpo presente, los vivos, todos en familia.

Todo octubre se dedica a trabajar para nuestros muertos: desgranar maíz para engordar el simpático cerdito, que se deja «apapachar» sin tener idea de lo que le espera, será sacrificado y ofrendado en ricos tamales pequeños y zacahuil (tamal grande). En ese mes es cuando más felices son los cerdos, sin saber lo que les espera. Si actualmente esos cerdos hablaran, seguramente nos mandarían mucho rumbo a… mi rancho o al del Peje. Además, hay que preparar el maíz, desde la siembra, cosecharlo, entrojarlo, cuidarlo, deshojarlo, desgranarlo y molerlo finamente para hacer la masa de los tamales; comprar cacao, tostarlo y molerlo en molino manual, tarea titánica porque el cacao es difícil de triturar, se calienta el molino y opone una resistencia tal que nos convierte en atletas. No hay chocolate más rico que el que se elabora con el sudor de la frente y el tremendo esfuerzo de nuestros brazos.

Encalar las casas de adobe (no había pintura) era otra encomienda. Los olvidados del mundo lo hacían con caca de vaca en vez de cal: a la majada de las vacas se le agregaba agua y con ese atole de caca, se «barnizaban» las paredes y los pisos de los jacales. ¡Fecalismo puro! Limpiar los patios, lavar rejas y bardas de madera o de hierro, para que las almas de nuestros muertos disfruten su estancia pasajera en el mundo terrenal, bien comidos, bien dormidos, bien cuidados en un hogar reluciente de limpieza. Sembrar cempoaxóchitl en el patio o en la milpa,cultivarlas y cosecharlas para tenerlas brillantes y hermosas.

Estos eran los preparativos para el culto a los muertos en un pueblo inserto en la cultura Huasteca, Solís de Allende, a 10 kilómetros de Temapache, del municipio de Álamo, Veracruz, antes Chalchiuhcuecan (Humboldt) o Chalchiuhcueyecan (posiblemente el nombre original) hoy Chachalacas (me refiero a Veracruz), que en náhuatl significa lugar de las faldas hermosas, metafóricamente, lugar de mujeres virtuosas. Nada que ver con «Villa Rica de la Verdadera (Vera) Cruz» con que la bautizaron los conquistadores.

Llegados los últimos días de octubre, se prepara y adorna con flores y frutas amarradas al altar y la mesa del comedor donde se colocarán todos los platillos, además de los tamales, elaborados según usos y costumbres de lo que el «difuntito que se murió» comía cuando estaba en este mundo: mole, enchiladas, cecina huasteca, pan fino de huevo, no como el de ahora que es puro engrudo. Y por supuesto, no puede faltar en la ofrenda el «chupe» de preferencia de los muertos adultos: recuerdo en la ofrenda el habanero berreteaga, bobadilla 103 y por supuesto, el «Ron Solís cuatro letras» (caña) que mi padre elaboraba, con la cosecha de su cañaveral y su alambique anexo a la molienda, y añejaba y curaba con cáscara de naranja, manzana, ciruelas pasas, puanes, jobo, aguacate oloroso, solos o combinados. Esos preparados se ofrendan en el altar.

El último día de octubre y el primero de noviembre eran para atender el alma de los muertos pequeños y el día dos para los adultos, en casa, en el hogar donde vivieron, gozaron y sufrieron las inclemencias terrenales. Se les ofrecía almuerzo en la mañana, comida fuerte y abundante a medio día y otra ofrenda leve por la tarde, acorde con el día dedicado a pequeños con tamales de calabaza, pipián o frijoles recién cosechados y a los adultos los tamales con chilli, del otrora feliz cerdo. Me refiero a la carne del cerdo.

Hacíamos un caminito con las flores cempasúchil desde la calle hasta el altar dentro de la casa, como guía turística para los extraterrenales visitantes y los gorriones terrenales comensales.

Durante el ritual de la ofrenda, se servían las viandas y durante una hora poco más o menos, se respetaban esos alimentos, muy variados, con la fantástica idea de que las almas estaban degustando y no debíamos interrumpirlas.

Todo lo anterior se hacía con gusto, en armonía, jugueteando, con responsabilidad moral como parte del culto a nuestros seres queridos ya muertos.

Recuerdo que, en ocasiones, durante ese lapso, si se caía algún plátano del racimo, de la cosecha y colgado en el altar, me apresuraba a levantarlo para engullirlo.

—¡No muchacho! —exclamaba mi madre, celosa de su papel—. No interrumpas a las almas y los angelitos, están comiendo y ese plátano se le cayó seguramente a tu hermanito que se murió antes de que tú nacieras. Cuando terminen ellos, entonces sí te lo puedes comer, yo te digo a qué hora levantamos la ofrenda.

Ante esta advertencia como si fuese de aduana, recuerdo que este nato e irreverente ateo, la cuestionaba:

—Pero si yo no veo ningún angelito volador, má, ni esas almas que usted dice. Se cayeron los plátanos de maduros.

—¡Muchacho cabrón, cállese que Diosito lo va castigar! —me recriminaba, parafraseando un padre nuestro y otras tantas avemarías, implorando perdón por mi natural y espontáneo ateísmo—. Diosito, no me lo castigues, ya te llevaste a su hermanito, no te lleves a este, es mi socoyote (Xocoyotl = el más pequeño). —Seguía implorando.

Y yo, como dice una canción: como si nada. ¿Y dónde estará Dios, que nunca lo he visto? Me cuestionaba desde esa época. Y me sigo cuestionando al respecto. ¡La verdad que este cuestionamiento es una inofensiva infantilada! Nada más. ¿O no?

¿Y el ánima sola?

El filósofo de Güemes nos enseña que primero es el número 1 y después el 2, pero en el 21, el 2 se chingó al 1. Me apego a esta profunda filosofía y aquí va la segunda parte de este tema que al paso que vamos, con tan escasos leyentes, probablemente mis lectores son los del más allá: ninguno.

En el culto a los muertitos que se van y no volverán, no se puede olvidar la ofrenda al ánima sola, a los muertitos que no tienen familiares vivos para rendirles homenaje. Mi madre ponía un pobre cajón en un rincón de la casa, independiente del altar principal, el de etiqueta con ricas viandas para invitados especiales; la ofrenda al ánima sola era tacaña, un pinche tamalito, un pan y una taza de chocolate:

—Esta ofrenda es para el ánima sola, los huerfanitos y los limosneros que no tuvieron quien los cuidara y que no tienen familiares vivos para que les ofrenden.

Nos decía. Esa ofrenda, me la engullía antes de tiempo; me sentía ánima sola, por esa ofrenda, mi madre no se preocupaba tanto como de la ofrenda de la mesa principal, de etiqueta tipo manual de Carreño.

Cuando se daba la autorización de levantar la ofrenda. ¡Al ataque mis valientes, que «pa’ comer» pan de muerto (de huevo) y tamales de puerco nacimos! ¿Miedo al colesterol? ¡Ni madréporas marinas! Se hacían «pailadas» de tamales, cientos de tamales de uno o dos cerdos gordos, y a pesar de que en esos días había y desfilaban visitantes familiares de las congregaciones aledañas, o paisanos que vivían en otras ciudades, y llegaban de visitas «levantadores de ofrenda» (gorriones), había tantos, gorriones y tamales que durante ocho días seguíamos engullendo recalentados, más sabrosos que recién cocidos. ¡Qué colesterol ni que la tiznada! En aquellos tiempos no se vivía el terrorismo médico actual del colesterol y las grasas animales.

Y seguía el «ochavario» (octavario), ocho días después, el día 9 de noviembre: otro cerdo convertido en decenas de tamales para realizar el mismo ritual de ofrenda pero ahora en el cementerio, un día de campo en Mictlán, el lugar de los muertos en la cosmovisión de los mexicas, ofrenda de cuerpo presente, me refiero a nosotros los vivos, no de almas y angelitos. Bueno, de materia presente, la de los muertos, porque la materia no se destruye, solo se transforma en las tumbas de los muertos, nos convertimos en polvo y nos seguimos trasformando, nada estático.

Igual que en casa: almuerzo, comida y cena, con las variadas viandas y chupes, canciones, boleros, al gusto de los difuntos y de nosotros los vivos.

Por primera vez, hace unos 30 y tantos años, llevé unos trovadores de huapango huasteco al cementerio, a mi hermano mayor y a mi padre les encantaban los huapangos y con la letanía y el falsete de «El huerfanito» y «El llorar», pues no quedaba otra más que llorar: ¡y órale y órale y órale! Que al fin y al cabo para chupar, digo, para llorar nacimos.

En ese trance, uno tiene deseos de que los seres queridos se levanten de ultratumba y nos acompañen a engullir tamales, pero por más que uno les ¡y órale y órale! y otros les rezan y rezan, no más ninguno se levanta para que nos confirme ese otro mundo que todo mundo cree, pero que hasta el momento, después de los 2.5 millones de años en que apareció el hombre, en la edad de piedra, ninguno ha regresado para confirmar la existencia del más allá. Por eso yo creo que solo hay más acá, aquí. ¡Hoy, hoy, hoy!, pero no hay más allá.

Egresado de la Escuela de Medicina de la Universidad Veracruzana (1964-1968). En 1971, hizo un año de residencia en medicina interna en la clínica del IMSS de Torreón, Coahuila. Residencia en medicina interna en el Centro Médico Nacional del IMSS (1972-1974). Por diez años trabajó como médico internista en la clínica del IMSS en Poza Rica Veracruz (1975-1985). Lleva treinta y siete años de consulta privada en medicina interna (1975 a la fecha). Es colaborador del periódico La Opinión de Poza Rica con la columna Yatrogenia (daños provocados por el médico), de opinión médica y de orientación al público, publicada tres veces por semana desde 1986.

Deja un comentario