Instaurar un gobierno de corte dictatorial tiene consecuencias devastadoras, que van desde la reducción de las libertades individuales y colectivas hasta la pérdida masiva de vidas, la persecución, la tortura y el silenciamiento. A más, de que al desaparecer contralorías y contrapesos, se convierten en regímenes corruptos e injustos, en detrimento de la población. Cuando los echan suelen quedar profundas heridas, rencores y odio. En el mejor de los casos el siguiente gobierno está obligado a llevar a juicio a los represores y a compensar a las víctimas de los daños infligidos. En el peor, pueden desembocar en otra dictadura de signo contrario —pero al fin dictadura— o en enfrentamientos entre victimarios de la anterior y deudos de las víctimas.
¿Son lo mismo dictaduras que gobiernos totalitarios? Aunque es muy delgada la raya que los separa, porque al final del día ambos conllevan pérdida de libertades civiles y es muy difícil arrancarles el poder, los dictatoriales permiten ciertas libertades, con tal de que no obstaculicen la hegemonía del poder en turno, en cambio en los totalitarios, el modelo político invade todo el tejido social, lo penetra y lo organiza. El totalitarismo politiza a la sociedad, le regula hasta el último aspecto de su vida; obliga a la población a participar de la política pero en los términos del modelo impuesto por el único partido existente.
Gobiernos dictatoriales hoy en día existen a lo largo y ancho del mundo, verbi gratia, China, Cuba, Corea del Norte, Gambia, Mauritania, Sudán, Libia, Venezuela, Camboya, etc. En América Latina durante el siglo XIX surgieron de la mano de caudillos rurales. Luego, en el XX, aparecieron en su mayor parte financiadas por los gringos —entre las décadas del 50 al 70 hubo dictaduras militares de derecha— con la excusa de combatir al comunismo. Marcadas por la tortura y la desaparición forzada.
Hubo y sigue habiendo gobiernos dictatoriales que iniciaron a través de ejercicios democráticos, como el de Hitler, que los eliminó cuando se hizo del poder. Otros, como el de Alfredo Stroessner en Paraguay, se perpetuaron en el poder a través de elecciones fraudulentas, en un marco que no garantizaba la libertad de elección. La lista es larga, Mussolini, Franco, Idi Amín, Pinochet, Castro, Chávez.
La longevidad del régimen centrada en una sola persona, dado que los otros dos poderes del estado, el Judicial y el Legislativo, se convierten en apéndices del Ejecutivo, del mismo modo que lo hacen el sector político y económico, apoyados por las fuerzas militares, está asegurada.
¿Cuáles son las causas que conducen al desarrollo de una dictadura? Son diversas, entre otras, la falta de conocimiento de la política de un país por parte de un pueblo, apoyo extranjero por intereses económicos, sociales y territoriales, concentración de poderes políticos e institucionales, ausencia de diversidad política e ideológica en una sociedad e instituciones, constantes injusticias sociales que conllevan a la lucha y concentración del poder, problemas internos que desembocan en la división de ideales políticos, conflictos entre sectores sociales o económicos diferentes, beneficiar a los estratos sociales más necesitados de un país.
¿Consecuencias de una dictadura? Diversas también: Aparición de grupos revolucionarios o de resistencia, centenares de muertes por el abuso de poder, pobreza extrema por la fuga de capitales, pérdida de los derechos humanos en la población, aumento de la deuda pública, poca o nula seguridad legal, económica y social, devaluación de la moneda, secuelas psicológicas en los habitantes de una nación determinada, algunas veces, desemboca en terrorismo, se detiene la industrialización en los países.
A la luz de lo vertido en los párrafos anteriores, generoso (a) leyente, nuestro país, México… ¿cómo encaja en estos patrones? Evidencias, hechos, tenemos de sobra para entrar al análisis de nuestra realidad… Usted haga el ejercicio de reflexión. Escudriñe en lo que tenemos, zambúllase en la historia de nuestra patria, por lo menos desde el siglo pasado hasta lo que llevamos del presente. Dicen que un pueblo que desconoce su historia está condenado a repetirla. Nosotros no hemos sido capaces de desprendernos de semejante lastre. La cultura del valemadrismo está firmemente arraigada en nuestra genética. Piénselo. Las evidencias están a la vista.
En la medida en que gobernar significa decidir sobre cuestiones relativas a la vida de los demás, debe existir una opinión pública. Dicho de otra manera, la acción de gobierno, por lo menos en aquel segmento que tiene efectos perceptibles para los gobernados, no puede mantenerse ajena a la aprobación o reprobación de éstos. Los gobernantes podrán diseñar las instituciones con la pretensión de excluir a la ciudadanía de la participación política, manipular a su favor los contenidos de esa gama de juicios y sentimientos que se aglutinan en la opinión pública, pero no finiquitar su existencia. Ergo, pensar que los gobernados no generan opiniones sobre sus gobernantes, no es posible. Como no lo es. Hoy además de los medios tradicionales en que esa opinión se vacía, fluye de manera vertiginosa por las redes sociales, para bien o para mal, en una mezcla de verdades a medias y o mentiras enteras. Basura al por mayor, distorsión, simulación… ¿O no? Estas opiniones pueden quedarse en compás de espera o bien activarse con una intensidad baja, media o alta, manifestándose a través de diversas maneras, desde el rumor hasta un verdadero escándalo mediático…o en resultados electorales. Acabamos de tener una elección el 6 de junio… ¿Qué tal?
«Todo gobierno se funda sobre la opinión» y «Y esta máxima se aplica tanto a los gobiernos más despóticos y militares, como a los más libres y populares»… Con estas dos frases, a mediados del siglo XVIII, el filósofo inglés David Hume definió con precisión, la universalidad de la opinión pública. Y aunque Hume no utilizó el adjetivo «público» para calificar el sustantivo «opinión», es obvio que no se refería a las múltiples y hasta discordantes opiniones individuales respecto al gobierno, sino a un fenómeno que se manifiesta en la representación del sentir generalizado en el espacio público, es decir, en todos aquellos lugares en los que la gente se relaciona con otros directa o indirectamente, y expresa o escucha ideas sobre asuntos que no se reducen a lo estrictamente privado. Cuando Hume escribió estas frases, la expresión «opinión pública» apenas pululaba en el discurso sobre la cosa pública, pero la idea de que la supervivencia de un gobierno depende críticamente de cómo lo enjuicien los gobernados no era nada nuevo bajo el sol. En las primicias del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo desarrolló el argumento en El Príncipe, instando a Lorenzo de Medici a no escatimar esfuerzos para conseguir el favor de sus súbitos, el «cariño del pueblo» ([1513] 1999: 125); y no porque el pueblo fuera primacía, sino porque contar con su respaldo era escudo protector contra las conspiraciones que conllevaban al derrocamiento. Consultas al pueblo sabio…Jajajajajajajaja… Rifas…Jajajajajajajaja…
¿Puede haber democracia con estas premisas? Mis amigos, la democracia actual no pasa de ser una mera aspiración… ¿Qué no? Pues mire usted: Los representantes no representan a los representados, no conocen ni sus nombres. El abstencionismo a todo lo que da, el monopolio de los medios de comunicación, la ausencia de transparencia en el quehacer público, el clientelismo desvergonzado ayuntado con el populismo, el propio sistema electoral, etc., no le dan para subsistir, bueno, ni siquiera para fortalecerse aunque sea un poquito. Le niegan sus insumos básicos, como son la participación ciudadana, el diálogo auténtico sobre alternativas de desarrollo social, la promoción y construcción progresiva de los derechos políticos, económicos, culturales, sociales, que reafirman la investidura del ciudadano frente a las potestades de los órganos del estado. Han convertido a la democracia en el medio sine qua non para contener la disgregación de los movimientos sociales. La combinación de tolerancia represiva y represión focalizada, la permanente manipulación de la opinión pública a través de «agendas» hechas a modo, el doble discurso sobre la inmaculada conducta del que gobierna y las ayunas de ética de los adversarios «conservadores y neoliberales», son los principales instrumentos para hacer tiritas a la democracia.
Hoy tenemos un poder Ejecutivo que si ya era, hoy es más, el ombligo del poder en nuestro país. Se anula al poder Legislativo, de por sí tan arrodillado, y al Judicial ni se diga. Estamos ante la decadencia consentida de la función legislativa y la concentración del poder social en la maquinaria de actos administrativos del poder ejecutivo. Hay un séquito deleznable de funcionarios de segundo nivel, desconocidos para el gran público, que deciden con la bendición del gran tlatoani, todos y cada uno de los actos del estado. La comisión asesora que establece las políticas y recomendaciones, las comisiones que redactan los reglamentos, las que negocian los tratados, las que establecen los estándares de las licitaciones, las que asignan los fondos concursables, funcionarios fácilmente sobornables, fiscalizadores escasos y mal pagados, responsabilidades que se ejercen prácticamente desde el anonimato. Y como producto de todo este «desmadramiento», reglamentos que contradicen con premeditación, alevosía y ventaja las leyes de las que derivan, contratos que perjudican y dañan directamente los intereses de los mexicanos, estándares que benefician generosamente a los empresarios afines…Y hay más…
¿Y los mexicanos?… Quién sabe…