De nueva cuenta, como en otras ocasiones, escribo este artículo a unas cuantas horas de que los procesos electorales nos entreguen en México figuras de gobernanza distintas de las que hoy se mantienen, con más pena que gloria, en el escenario político del país.
Mantengo, sin embargo, un pesimismo que me pone muy cerca del abismo. No lo veo como algo positivo; más bien lo considero una tragedia de dimensiones apocalípticas para la estabilidad y la sobrevivencia de la nación.
El resultado no cambiará ni el sentido ni la intención de la presente entrega periodística. Pero este acto que debiera ser positivamente cívico e imprescindible para la democracia mexicana me convoca a reflexionar una vez más en torno a esos receptáculos del mal, llamados partidos políticos, y que tanto daño han causado a la vida ciudadana de México.
Son receptáculos del mal porque, históricamente los Gobiernos mexicanos emanados de ellos han dado origen a una burocracia rapaz que arropa, forma y promueve a una casta parasitaria que usa su membrecía como una patente de corso en contra de una masa informe, indefensa y miserable que se halla a su merced: el pueblo.
La norma ha sido el otorgamiento de cargos a cambio de fidelidades mal entendidas y favores comprometedores, una práctica de compraventa donde el enriquecimiento inmediato, inverosímil e inusual, es la primera meta. Es decir, corrupción.
Los partidos políticos crearon un monstruoso pulular de personajes estériles, con una vocación irrefrenable de parásito: los políticos, formando una interminable lista de aspirantes a puestos públicos que les ofrece la garantía de un futuro prometedor: diputados federales, senadores de la República, diputados locales, gobernadores, alcaldes, regidores, secretarios de estado, subsecretarios, asesores, secretarios privados, directores de área, jefes de departamento, delegados, servidores de la nación… Basura eterna decidiendo por todos.
En México los partidos políticos constituyen el más grande y eficaz movimiento organizado que ha provocado la muerte civil del país entero. Sólo de sus filas salen los gobernantes que han clausurado todas las formas de expresión de la vida ciudadana. Obligado por las circunstancias, el individuo de esa sociedad sólo hace lo que ellos le piden hacer: su aclamación pública a través de los procesos electorales y una sumisión insultante revestida de lealtad, recompensada más tarde a través de un programa social de carácter clientelar.
Los partidos políticos han encontrado en la democracia su mejor justificación para actuar de la manera más irresponsable frente a los problemas vitales de la nación.
Convertidos en Gobierno, ya sin la máscara que utilizan durante las campañas electorales para ocultar su verdadero rostro, muy pronto dan muestra de la verdad de su faz: mediocridad, esterilidad, perversidad, alcahuetería, solapadores, convenencieros, manipuladores, mañosos, engañadores, oportunistas, usurpadores, arribistas, ladrones, criminales… El mal en toda su expresión.
Prioritario es que los partidos políticos se vayan de la historia; este país no los necesita, ya agotaron todas sus posibilidades para encontrar los cauces que posibiliten la construcción de un país de progreso, desarrollo y bienestar.
Urgen, eso sí, hombres y mujeres formados en la disciplina, en el apego al orden y al trabajo, es decir, productivos, respetuosos de la ley, de inteligencia notable, y no a esa burocracia parasitaria que se nutre de todo lo esencial que un pueblo requiere para consumar la existencia.
Si se hace una revisión del pasado, se puede encontrar que en México siempre se ha tenido la necesidad de un jefe que mande; es un mal histórico donde encontraron cauce los partidos políticos; desde ahí surge lo peor de quienes tienen autoridad para hacer trizas la mentalidad de una raza en quien no se encuentra el más mínimo rasgo de conciencia.
En un rasgo muy característico en los procesos históricos de México, los partidos políticos se hicieron fuertes erigiéndose como las únicas opciones para la vida de toda una nación que, desde entonces, no encuentra rumbo promisorio y, sin saberlo, va directo al abismo.
México, necesita gobernantes honrados y patriotas pues el robo, el cohecho, el soborno y el dispendio, es lo usual como una práctica de normalidad en cada administración pública que gobierna. Por cierto, sin el menor cargo de conciencia y, por supuesto, sin atisbo alguno de un castigo surgido desde la ley, que no contempla en su normativa ni la más remota posibilidad.
He insistido recurrentemente en la necesidad de recuperar en los liderazgos políticos a personas que sean capaces de mantenerse fieles a principios que le pongan alto a la tentación de mentir por sistema, que no sean presa fácil de la mezquindad y la vulgaridad, tan propio de la turba enloquecida que vive sostenida por la falacia metódica, por el oportunismo insultante, por la sumisión más ruin, por la oquedad que llama al vacío, por las trampas para encumbrarse, por la frivolidad y la moda desquiciante.
No más de esos. Fuera los Moreira, los Noroña, los García, los Salgado, los Mier, los Armenta, los Anaya, los Padierna, los López, los…
Mi patria tiene la carencia más aguda que puede padecer una sociedad: el ciudadano. En este país falta ese componente vital que hace mover los engranajes de una comunidad. Lo que tenemos son individuos que se desplazan según los intereses de algunos. Porque el status de ciudadano se gana a través de la conciencia, entendida en la más exacta y precisa extensión del concepto, para reafirmar la individualidad y no abdicar a favor de los demás y sólo repetir las opiniones de otros porque se es incapaz de mantener en pie, aunque sea por un segundo, el pensamiento propio.
A unas horas de ese guiño de la democracia llamada jornada electoral, se hace necesario separar la política de la ciudadanía, alejarse de ese universo de abstracción en que se desenvuelve, y esperar el advenimiento del ciudadano verdadero, el que se auto construye a diario y no el que es modelado desde los partidos políticos donde moran los vándalos más infames.
Lo que vimos de los partidos políticos durante las eternas campañas promovidas desde la presidencia de la república, resultó de la más patética impudicia y mediocridad. Ese panorama tan desesperanzador reafirma mi convicción de hace muchos años: no necesitamos que se vote por caudillos, esos que nos entregan los partidos políticos, sino por proyectos que tengan muy clara la visión de futuro para un país donde el bien común sea la realidad más contundente.
Nuevamente eso tendrá que esperar. Manifiesto aquí todo mi repudio a ese sistema de partidos por el que se rige este país. Ya basta.