Ferdinand de Saussure, Charles Sanders Peirce, Umberto Eco, y otros más, mantienen un espléndido currículum filosófico de valía incuestionable. Sus aportaciones, en múltiples áreas del saber, han contribuido a la humanidad con iluminaciones en torno a diversos temas del pensamiento.
De todo ese cúmulo de sabiduría, en esta ocasión, me apoyo en una vertiente filosófica también abordada y refinada por ellos. Me refiero a la semiótica, una disciplina que se hermana con la hermenéutica, aunque con algunas sutiles diferencias, en cuanto que ambas se ocupan de interpretar los signos en que se basa actos comunicativos.
Para este trío de sabios, la semiótica es una herramienta que permite conocer los procesos de significación en una sociedad. A partir de las representaciones simbólicas es posible entender los factores clave de la cultura que los origina. La semiótica es, por tanto, un acto de cultura que tiene que ver con todo lo que le atañe a esa sociedad en sus actos comunicativos.
Los semióticos aludidos proponen ver los fenómenos de cultura como procesos de comunicación. La propuesta no es una mera ocurrencia sino, por el contrario, constituye todo un hallazgo metodológico porque si se ven como procesos de comunicación, entonces se pueden desentrañar en toda su magnitud descodificando, es decir descomponiéndolos en cada uno de sus signos para buscar lo que quieren señalar.
El preámbulo es pertinente porque es, precisamente, desde la semiótica que me propongo abordar un acontecimiento por demás interesantísimo desde la perspectiva que nos propone esa rama de la filosofía llamada semiótica.
El acontecimiento al que me refiero es el reciente festejo patrio en nuestro país, tan importante para la consolidación de identidades. Evento que sólo tiene interés aquí desde el punto de vista de la significación. El festejo en sí resulta totalmente irrelevante para esta ocasión.
Primero, en efecto, resulta totalmente irrelevante porque: ¿fue un festejo sólo para el presidente? ¿Por qué se aisló de la ciudadanía, de los cuerpos diplomáticos, de los poderes del Estado?
Resulta incomprensible. Es un sinsentido. Y bajo esa perspectiva es una pérdida de tiempo ocuparse de él.
En cambio, si se le aborda desde esa perspectiva interpretativa llamada semiótica, ese acto de comunicación revela más de una cosa por demás interesante. De hecho, el acontecimiento, que de entrada es irrelevante, adquiere una relevancia de tintes extraordinarios. Veamos por qué. Analicemos algunos signos.
Lo primero que llama la atención de esta escenificación, fue la disposición de los actores cuyo sitio demarcó la jerarquía inalterable en un orden de poder, inconcebible en una auténtica democracia. El presidente, único actor en un estrado inviolable que, por ello, deja claro quien ostenta el mando. Es el protagonista, además de principal, único. La comparsa de ovación estuvo lejos o bajo sus pies.
Así es, en perfecto orden de sumisión, los invitados lejanos, fantasmas ocupando la plancha del Zócalo, como una escuelita en la que el discípulo siempre ve a su interlocutor desde abajo. Son personajes secundarios; muy secundarios.
Después el silencio de los asistentes. Ni una palabra. Ni una expresión de enojo. Ni una finta de resistencia. Ni un amague de divergencia. Ni un asomo de personalidad. Ni una exclamación de alegría. Nada. Reducidos todos a la más mínima expresión de poder que los conminó a ser eco del ¡Viva! Sólo eso.
¿A qué y por qué fueron? A aclamar públicamente la figura de un mesías, un reyezuelo, un dirigente (ciertamente legítimo, pero de una fragilidad intelectual dominado por la ceguera para gobernar) que emergió como la más sólida figura de una política que nos está llevando a todos al abismo.
Los poderes del Estado se mostraron medrosos ante la negativa de un llamado que bien hubieran podido exigir sin menoscabo de la figura presidencial. Se vieron mansitos, sumisos, miedosos y, por ello, perdieron la oportunidad de alzar la voz.
¡Caramba! Tanto ruido para tan pocas nueces. ¿Acaso no saben que la democracia autoriza para elevar la voz?
La escenificación plantea una realidad de fondo. Visto desde el exterior, frente a problemas tan cruciales como los temas fronterizos, el aumento crudísimo de la violencia por parte de los grupos criminales, el desafortunado y hasta irresponsable manejo de la pandemia, el desabasto de medicinas para el quebrado sector salud, la fractura en la educación y el poco crecimiento económico, por citar sólo algunos de los desafíos que enfrenta el país, el Gobierno del presidente mexicano se ha mostrado timorato e indeciso. Un fracaso en términos de respuesta.
Pero hacia el interior, después de haber visto esta obra teatral del 15 de septiembre, Andrés Manuel ha salido fortalecido; su figura se ha engrandecido en la medida en que sus vasallos se han empequeñecido sin haber entendido que dejar en claro las diferencias de pensamiento es uno de los mejores atributos de la democracia.
Diferir con un interlocutor, en términos de la democracia moderna, no significa pelearse ni percibirse como enemigos, irreconciliables a grado tal que deban aniquilarse. De hecho, eso es, precisamente, la confirmación de que detrás de la democracia hay un ciudadano que está ejerciendo su libertad para pensar y manifestarlo públicamente y una autoridad para escuchar y promover esa libertad. Ese es el valor de la democracia, no otro.
Bueno, así se ve desde la semiótica un evento como el que hemos aludido en este artículo. Y desde esa perspectiva lo vemos bien: el presidente ya voló. Se nos fue.
Sí, examinado desde la semiótica, la simbología que nos ofreció el presidente desde Palacio Nacional para conmemorar las fiestas patrias el 15 de septiembre, está constituida por un entramado de signos que nos dice mucho acerca del estado en que se encuentra su gestión al frente del país.
La televisión nos mostró la imagen de un presidente solo, acompañado únicamente por la no primera dama; sin el cuerpo diplomático y otros invitados que le hicieran valla. Pero, lo más significativo, sin los otros poderes del Estado y cuya presencia resulta importante porque, el Congreso, los Senadores y la Suprema Corte de Justicia, constituyen la estructura del Estado mexicano, fue el indicio más destacable y el signo que nos permite interpretar lo que ocurre, simbólicamente, con la visión que tiene de sí mismo el presidente.
Y visto desde esa perspectiva se puede ver con toda certeza que el presidente se concibe a sí mismo como la figura que se ha instalado por encima de la historia proclamándolo como la encarnación del estado. El Estado soy yo. Es decir, ya voló; no está con nosotros. Lo perdimos. Ay, México.