1957: Un instante

Isabel García dejó su huella quedó grabada lo mismo en colegios y populosas escuelas de Saltillo y Parras, que en la Universidad de Phoenix o en secundarias y preparatorias de Reynosa. Como esposa, madre, abuela y bisabuela su historia ha quedado impresa en letras de oro

Durante muchos años el cuadro con la fotografía en blanco y negro estuvo colgado encima de un enorme librero de vitrinas en la oficina de mi abuelo, en la vieja casona de adobe de la Antigua Calle de los Baños (hoy Murguía), en Saltillo.

A fuerza de contemplarlo desde niño, me acostumbré a lo largo del tiempo a verlo ahí, como un objeto más entre tantos otros: el señorial escritorio de cedro con su banco giratorio forrado en piel, máquinas de escribir, legajos, pasantes, títulos enmarcados y libretas. Encima del escritorio estaban tres cajitas magnéticas de clips, papeles amarillentos, lápices, abrecartas y frascos y plumillas de tinta china. Los expedientes de los asuntos a los que mi abuelo se entregaba cada tarde estaban sobre una bandeja de madera.

Cuando en 1982, a mis 18 años, me fui a vivir con mis abuelos, la fotografía seguía ahí al lado de otras imágenes familiares. Entonces veía yo sólo a un grupo de 11 personas —ocho hombres y tres mujeres— colocadas en dos filas en una sala. Siete de los ocho hombres están de pie en la hilera de atrás. El octavo, un hombre de mediana edad —traje claro, lentes oscuros, calcetines blancos y zapatos Saddle— aparece sentado en una silla de madera y, junto a él, sentadas también, las tres damas. Una a su derecha y dos a su izquierda. De los 11, seis ven directamente a la cámara. Los otros cinco ven hacia otro lado o tienen la mirada extraviada.

Como tantos recuerdos, alguien en la casa de los abuelos remitió el cuadro —empolvado, sucio el vidrio— a una valija de archivos donde estuvo por lustros, décadas quizá, perdido a la vista de todos.

A la muerte de mi padre, en abril del 2019, mi madre me llenó de cajas con escritos, pinturas, libros, tableros de ajedrez, fotos, discos y objetos de mi papá. «Llévatelos, que queden en tu casa», me dijo. Hatillos de leña para mantener vivo el fuego de la nostalgia.

Entre aquellos objetos, la fotografía de aquel viejo cuadro volvió a salir a la luz. En este momento la tengo en mis manos. Me he dado a la tarea de escudriñar la imagen una y otra vez en los últimos días. ¿Quiénes son esos hombres y esas mujeres detenidos en el tiempo? ¿Qué hacen? ¿Dónde están?

Siempre creí que se trataba de un grupo de normalistas y trabajadores de la educación, como mis padres, posando frente a un fotógrafo profesional. Pero no es así: se trata de una foto de periodistas. No es un aula ni una oficina educativa. Es la redacción de El Heraldo del Norte, el periódico líder en Saltillo en los años 50. La imagen fue tomada un día —probablemente el 13 de septiembre— de 1957.

¿Qué hacía esa foto de periodistas, fotógrafos y trabajadores de El Heraldo en la casa de mis abuelos? En la foto está mi madre: Isabel García Charles, Chabelita. Jovencísima. Tiene 21 años, viste una falda recta, una blusa de manga corta con motivos en el cuello y zapatos de punta. Todo en color oscuro. Sostiene en sus manos un bolso negro y lleva reloj de pulsera. Mira de frente a la cámara. Sonríe amablemente. Aparece a la derecha en la segunda fila.

Hoy, a sus 85 años, recuerda los días de su paso fugaz por esa redacción. Aquel verano de 1957, Carmelita Neira Valerio, su gran amiga —de entonces y de ahora— le había pedido cubrirla como reportera de la sección de sociedad mientras tomaba unas semanas de vacaciones. Mi madre aceptó más por compromiso que por entusiasmo.

«Yo odiaba la sección de Sociales», me dice hoy Isabel. «Me chocaba ir con las familias de la alta sociedad a dar cuenta de los regalos de boda, de los preparativos de cada casamiento y a verificar las listas con los nombres de los invitados. No quería saber nada de bodas, bautizos ni quinceañeras».

Las notas de Sociales eran muy importantes para el periódico y la comunidad. En la fotografía de aquellos 11 trabajadores de El Heraldo hay una pared de fondo. En ella cuelgan dos marcos con tres fotos en cada uno: las seis son de eventos sociales de aquellos días. Bodas, graduaciones, quizá alguna quinceañera.

Al fin normalista especializada en Ciencias Sociales, mi madre era desde entonces una mujer liberal, crítica, ajena a los protocolos de la burguesía de Saltillo. Trabajaba como profesora en el Colegio Zaragoza y, como buena maestra, tenía una excelente presencia y un dominio excepcional del lenguaje y de la escritura. Era, podría decirse, una reportera ideal para cualquier sección del periódico. Sin embargo, su formación y su independencia la hacían refractaria a las liturgias de la sociedad. La cobertura de eventos sociales no era, definitivamente, lo suyo.

Chabelita, como conocen a mi mamá sus amigas y amigos, sus sobrinos, nietos, cuñados, conocidos y miles de exalumnos, no sabía escribir a máquina. «No sabía escribir», recuerda hoy, «y don Panchito, el jefe de tipógrafos, me aceptó las notas con letra manuscrita».

Escribir a mano en una redacción de periódico es un pecado capital y mi madre pagó el precio. Jesús Alfonso Arreola Pérez, amigo de mis padres de toda la vida, era entonces reportero de la sección deportiva de El Heraldo del Norte. Además de hacer notas para la sección tenía una columna. Si bien la materia de sus colaboraciones noticiosas era muy clara —deportes y nada más—, se daba licencias de sobra en su artículo de opinión.

«Chuy Arreola era una mula bien hecha», recuerda hoy, regocijada, mi madre. «Un buen día escribió que yo había cautivado a tal grado a don Panchito, el tipógrafo, que me aceptaba mis notas en manuscrito».

Y remataba su artículo con un punzante alfiler: «¡Cuándo se había visto algo así!». Mi madre, que en aquel verano seguramente hizo berrinche con la puntada, hoy ríe divertida con los recuerdos.

Historias en el tiempo

Maestro normalista ya entonces, el reportero Arreola aparece también en la foto: es el joven alto de mirada vivaz de la derecha. Viste chaqueta deportiva, ve de frente a la cámara y cruza las manos por la espalda. En El Heraldo del Norte daría sus primeros pasos en la buena prosa.

Los viejos periodistas decían que una vez tomada una foto, la imagen ya no le pertenece al fotógrafo ni a nadie. Pertenece irremediablemente al pasado y a nadie más. La imagen de El Heraldo no es la excepción: el cuadro encierra 11 historias enlazadas en un instante, en un espacio. Aprisiona también un instante de la historia de ese matutino. ¿Cuáles fueron las historias de esos hombres y esas mujeres? ¿Cuál la del periódico?

Mi madre, aquella joven reportera de ojos soñadores, se convirtió con el tiempo en una educadora a carta cabal. Su huella quedó grabada lo mismo en colegios y populosas escuelas de Saltillo y Parras, que en la Universidad de Phoenix o en secundarias y preparatorias de Reynosa, donde trabajó por décadas y cultivó el cariño de cientos de alumnos. Ha sido un ser pleno, feliz, enfrentando la vida con sus alegrías y amarguras al lado de los suyos. Como esposa, madre, abuela y bisabuela su historia ha quedado impresa en letras de oro.

Arreola, en las vueltas de la vida, terminaría como un político de relevancia nacional. Fue secretario de Educación Pública en Coahuila y diputado local. Fallecido en el 2010, fue también uno de los grandes historiadores del Estado. Escribió en periódicos y revistas hasta sus últimos días.

¿Qué fue de todos los demás? ¿Cuál fue su historia? ¿Dónde están ahora? Mi madre no sabe de ellos. Seguramente, dice, algunos andarán por ahí siguiendo el curso de sus vidas. Otros habrán cumplido su cita con el destino.

El final de El Heraldo

Una historia paralela a la de los 11 de la fotografía fue la del periódico. Con apenas 98 mil habitantes, Saltillo era en la década de los 50 una capital ingenua y cándida. También lo era el periodismo de entonces, que giraba alrededor de la burocracia, las esferas gubernamentales y la alta sociedad. Javier Villarreal Lozano, pionero del periodismo en Coahuila, recordaba al Saltillo de entonces como una «ciudad muy triste, apagada y pobre».

Cuando se tomó aquella foto, El Heraldo del Norte, —la tela que unía las historias de aquellos periodistas y empleados— tenía casi 20 años de existencia. Desaparecería unos meses después de que alguien capturara aquel instante.

Ubicado en la esquina de Xicoténcatl y Aldama, en pleno Centro de Saltillo, el diario se fundó en 1938 —frente a las oficinas estatales del PRI— bajo el lema «Consagrado a los Intereses de Coahuila». Empresarios locales con un fuerte apoyo del Gobierno del Estado echaron a andar sus prensas con una visión de negocios y comunicación. Era un periódico conservador y oficialista que ofrecía información internacional, nacional y local, así como notas deportivas y de espectáculos junto con «tips» de belleza o artículos de cocina o vida familiar.

En su tesis de titulación como licenciada en Ciencias de la Comunicación de la UNAM, Jessica María Olvera Granados, señala que el coronel José García Valseca, propietario del emporio de diarios más grande de Latinoamérica, tenía años buscando incursionar con un periódico en Saltillo.

La Cadena García Valseca, que a la postre se convertiría en la Organización Editorial Mexicana, era propietaria del periódico deportivo Esto y los «Soles» que circulaban en las ciudades más importantes de México. Tenía la mira puesta en Saltillo.

De acuerdo a testimonios recabados por Olvera, García Valseca tenía una clara estrategia de expansión: «Primero compraría El Heraldo del Norte y luego cerraría sus puertas para que El Sol de Saltillo (que finalmente fue llamado El Sol del Norte) no tuviera competencia alguna».

El periodista Roberto Orozco Melo, quien fue director de El Heraldo en 1956, le diría en el 2009 a Olvera que el coronel García Valseca le pidió a su amigo el presidente Adolfo Ruiz Cortines presionar al periódico y al Gobierno del Estado, principal cliente del medio, para apurar la venta.

Ruiz Cortines le exigió entonces al gobernador Raúl Madero dejar de financiar al periódico con los recursos del Estado y amarrar los términos para su venta. La guerra estaba declarada. Para los propietarios del matutino era imposible ganarla. Orozco Melo prefirió renunciar. No había entonces manera de enfrentar a un presidente de la república sin consecuencias.

Olvera recogió en su tesis de la UNAM la explicación de Villarreal Lozano sobre el fin del matutino: «Luego del nacimiento de El Sol del Norte, García Valseca presionó al Gobierno estatal, socio mayoritario de El Heraldo de El Norte, a venderle sus acciones. El poder político acabó rindiéndose al Cuarto Poder. Más tardó el coronel en comprar el periódico que en cerrarlo».

Así, la Cadena García Valseca adquirió El Heraldo y, después de algunos movimientos sindicalistas y huelgas, cerró sus puertas. El Sol del Norte ya comenzaba a tomar fuerza en la ciudad. De esa manera se acabó cualquier viso de competencia editorial: el 26 de junio de 1959 los 25 trabajadores del diario fueron indemnizados.

Quizá algunos de los periodistas y empleados retratados en la imagen de 1957 fueron liquidados aquel día en la Junta de Conciliación de Saltillo.

Aquella reportera

Mi madre ve la fotografía. Recuerda a Rubén «El Güero» García y a Lorenzo Blanco, primero y segundo en la primera fila. Fotógrafo uno, reportero el otro. El señor Escalera, empleado de gerencia, y Arreola Pérez aparecen en la misma hilera a la derecha.

En la segunda fila aparecen la secretaria del periódico, el director (mi madre no recuerda su nombre, pero probablemente sea Juan Muñiz Silva), Cecilia Rodríguez, reportera y maestra normalista, y mi madre. Isabel no recuerda a los tres hombres parados al centro.

Busco saber más sobre aquella imagen y decido —como quien abre un tesoro perdido por siglos en el fondo del mar o un baúl olvidado en el tiempo— sacar la foto de su marco para ver su reverso. Quien la montó en el cuadro —de 16 pulgadas por 20— hizo un trabajo de excelencia. La gruesa cinta engomada sigue adherida y tengo que utilizar un exacto para cortarla. También requiero de pinzas, martillo y desarmador para quitar 42 pequeños clavos incrustados en el marco de nogal. En la cinta engomada aparece el registro de la orden de compra número 1629 a nombre de David García Vega, mi abuelo. ¿El precio? Catorce pesos.

Imagino a mi abuelo, que nunca manejó un automóvil, saliendo de la tienda de marcos, ubicada en la calle Zaragoza, y caminando orgulloso a casa —con saco y sombrero, como siempre— con el cuadro bajo el brazo.

En el reverso de la foto están estampadas 11 firmas y antefirmas. Casi todas ininteligibles. Bajo tres de ellas, aparece una fecha: 13 de septiembre de 1957. El nombre de Cecilia Rodríguez, hoy fallecida, aparece nítido en letra manuscrita al centro. En la parte baja hay una leyenda con la letra de mi madre: “Pertenece a María Isabel García Charles. Agosto de 1957. Heraldo del Norte”.

Cuenta mi mamá que, tras aquellos días de reportera, los directivos quedaron encantados con su trabajo, pero no trabajaría más como reportera de Sociales. Solicitó entonces a los directivos quedarse como parte del cuerpo de editorialistas. Le aceptaron la propuesta y así escribió durante meses una columna semanal con su firma llamada Simientes. Isabel podría finalmente hablar y reflexionar en ese espacio sobre los problemas del mundo y del país y no cubrir más los eventos de la alta sociedad saltillense.

La dirección de El Heraldo del Norte le propuso estudiar periodismo en Guadalajara por cuenta del periódico, volver a Saltillo e integrarse a la plantilla de periodistas. Mi madre aceptó con una condición: su salario debería ser superior al que recibía como maestra titular del Colegio Zaragoza.

No hubo manera de que el periódico le cumpliera esa condición. Acaso ahí se truncó una prometedora carrera periodística. En cambio, persistió la carrera de una enorme educadora, de una verdadera maestra de las aulas y de la vida. Tener a esa profesora en casa ha sido una de las mejores cosas que me han sucedido en la vida.

Saltillo, Coahuila.

Noviembre del 2021. *Texto tomado de «Tecla rota». La señora Isabel García Charles falleció el 29 de enero pasado. El autor es cofundador de Espacio 4.

Deja un comentario