Nuevos malos vientos

Obligado es para muchos cuestionarse sobre el futuro. No pocos de los malquerientes de López Obrador piensan que los males actuales se irán con el presidente que está por concluir su gestión. Algunos minimizan el legado, esto es, su determinación de cambiar el régimen político y una visión del poder y de la realidad que ahora es patrimonio de muchos mexicanos. De otra manera no se entiende el consenso que existe en torno a su persona, además del desenlace de la elección pasada.

López Obrador cambió a México y a los mexicanos. Es una realidad profundamente dolorosa por dos razones. La primera porque el tránsito ha sido negativo en casi todos los planos como lo convalidan las cifras de salud, educación, violencia, corrupción y no se diga la calidad de la vida pública, permeada por la polarización, el engaño, la mentira y la ilegalidad. La salud de la democracia es precaria y no sólo por la parcialidad, la colonización de los órganos electorales y el piso disparejo en el proceso electoral, también por el deterioro de las libertades, en especial las relacionadas con el escrutinio social al poder y las que remiten a una competencia económica justa.

También, segundo, es una realidad dolorosa porque el origen del problema está en la misma sociedad que no pudo interiorizar los valores y principios que blindan a la democracia de las amenazas del autoritarismo. Es posible que los mexicanos, la mayoría, en perspectiva no avalen las consecuencias del giro autoritario, sobre todo si comprometen la tranquilidad y el bienestar, pero ha sido la mayoría la que ha dado sustento y legitimidad a la devastación del sistema democrático.

En medio de la sorpresa, el escepticismo o el optimismo de unos y otros está la idea sobre la evolución que habrá de tener el país y sus instituciones con el arribo histórico de una mujer presidenta. Los más tienen la expectativa de que habrán de mejorar las cosas. Los modos y el estilo de López Obrador son irrepetibles y la futura presidenta, además de mujer, ha dado muestra de mejores formas y un tono más cuidado en sus expresiones.

Sin embargo, hasta ahora nada hay que abone a un cambio en lo fundamental, justo lo contrario. Hay quien da un voto de confianza bajo la idea de que la presidenta electa asume una actitud pragmática frente al poder de López Obrador. La cuestión es que se precipitan decisiones que habrán de cambiar al régimen político y que la misma presidenta los ha avalado y ha argumentado en su favor. Sus expresiones, aunque más comedidas no resisten la prueba, como es el caso de descalificar los dichos del embajador de EE. UU. bajo la falsa tesis de que allá se eligen los jueces. No es tal, al menos para el ámbito federal y la evidencia de que en las condiciones de México, claramente distintas a las del país vecino, elegir jueces los expone al sometimiento al régimen y a los factores de poder, especialmente, el crimen organizado o grupos de interés.

No hay engaño y así lo ha dicho quien encabezará el próximo Gobierno, se trata del segundo piso de la transformación en curso, el que habrá de inaugurarse con la desaparición de los órganos constitucionales autónomos bajo el falso argumento de ahorro presupuestal, cuando el objetivo es erigir un poder presidencial sin escrutinio, transparencia y sin límites.

En el mismo sentido es la reforma constitucional en materia de justicia. El cambio no toca lo fundamental como las responsabilidades de la administración en justicia o la descomposición en ministerios públicos, sistema carcelario o la justicia local; es evidente se trata de eliminar la división de poderes y la constitucionalidad de los actos de autoridad. La autocracia llama a excluir a la pluralidad de la representación política, controlar las elecciones y las garantías para el sufragio efectivo.

La derrota de la democracia ocurrió porque quienes debieron defenderla no quisieron hacerlo con oportunidad o simplemente no les interesó. Esta responsabilidad atañe no sólo a la oposición institucional, sino prácticamente a todos y más a quienes tienen mayor poder o influencia social sean empresarios, medios de comunicación, líderes de opinión y organizaciones civiles. Es resultado de una larga secuencia de derrotas prohijadas por aquellos que pensaron con ingenuidad extrema que la democracia habría de defenderse sola. Hoy en el horizonte se avizoran nuevos malos vientos.

La secuencia autoritaria

El país se perfila al autoritarismo, no es un juicio, es una descripción. Un poder político sin contrapesos es la negación de la democracia y, por si fuera poco, inminente la eventual debacle de la institucionalidad que garantiza elecciones justas y la eliminación de la pluralidad en el Congreso. Una paradoja, México está más próximo a la autocracia y Venezuela a la democracia. Aquí los votos avalaron la destrucción del edificio que garantiza las libertades y el sufragio efectivo, allá, por la vía de las elecciones abren curso al anhelo democrático de un país golpeado por la tiranía ya por mucho tiempo. La esperanza por el líder fuerte es una apuesta fallida.

La previsible decisión del Tribunal Electoral que ratifique la decisión sorpresivamente dividida del INE en la asignación de una super mayoría para el régimen no significará un mandato para gobernar, sino la autoproclamación para acabar con el régimen democrático. Nuevamente, no es un juicio, es una descripción. Allí está el proceso legislativo en curso para acabar en las próximas semanas con la independencia del Poder Judicial y de la Corte y eliminar siete órganos autónomos constitucionales relevantes para la transparencia, la salvaguarda de derechos humanos fundamentales como el de la información, de la protección de datos individuales, así como promover una competencia económica justa al margen de la discrecionalidad gubernamental y del monopolio.

La derrota es total en el sentido institucional, resultado de una secuencia de batallas perdidas por unas élites acomodaticias, por el oportunismo de quienes debieran defender con claridad las libertades y una oposición dirigida por los menos indicados para plantar cara al proyecto autoritario. La batalla debió darse mucho antes, hubo complacencia y siempre se pensó que en el peor de los casos la tragedia autoritaria tenía fecha de caducidad al terminar su gestión López Obrador.

La resistencia está en curso, pero en condiciones sumamente adversas y con el grave riesgo de que ocurriría al margen de las instituciones. La oposición partidista es inexistente, irrelevante y contraproducente. Su desprestigio complica la dignidad que debe acompañar el rechazo al proyecto autoritario. Sin embargo, no es ocasión para exclusiones, todo lo que resista apoya y desde todos los frentes debe darse la resistencia. Es posible que ahora se entienda que no hay lugar posible para la reconciliación que no signifique sometimiento y el aval a lo que se rechaza. PAN, PRI y MC deberán entender su lugar y, por lo mismo, su destino.

Relevante ahora es la ciudadanía, el caso de los trabajadores del Poder Judicial que han emprendido una incierta, difícil y complicada resistencia para defender su derecho elemental al trabajo conforme a los principios que han hecho de la judicatura federal el espacio más digno, probo y ejemplar del servicio público. Compárese un juzgado de distrito con un ministerio público, el que sea. El régimen no pretende mejorar la justicia, la quiere someter y tocarla de muerte porque la imparcialidad del juzgador es su condición de existencia, principio universal que el proyecto de reforma desdeña y, por lo mismo, a nadie engaña. Sin imparcialidad no hay justicia.

La oposición institucional tiene una responsabilidad histórica al haber participado en la colonización de los órganos electorales, hubo golpe de Estado en el Tribunal Electoral y la renovación del INE significó la pérdida de su independencia. Antes, los opositores en el poder abrieron la puerta a las derrotas consecutivas en el ámbito local, se dividieron y no pudieron procesar una selección de candidatos que lavara la cara y los librara de cuestionamiento.

No menos responsables han sido las élites que resolvieron acomodarse a lo que había. Miedo, oportunismo e indolencia permitió que el proyecto autoritario ganara terreno e hiciera de la elección, al margen de la equidad y de la legalidad, un medio para ratificar y legitimar al proyecto autoritario que también a muchos de ellos se les viene encima.

La derrota no es total, pero la resistencia fuera de la institucionalidad no ofrece una buena prospectiva. Es incursionar en terrenos inéditos, muy resbaladizos e inciertos para todos. La disputa por el poder y su rechazo al margen de la civilidad democrática bien puede ser la antesala para la formalización de la autocracia, de un poder al margen del consenso y con sustento en los recursos propios del ejercicio autoritario del poder, en demérito de las libertades, de la estabilidad económica y de la dignidad de las personas y sus comunidades.

Autor invitado.

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