Adiós a Felipe Rodríguez Maldonado, genial periodista y mejor ser humano

Editor perspicaz y agudo, inteligente como el que más, en medio de las llamas era un bombero con un manantial en las manos. Gracias a esa personalidad apacible, personificaba la roca donde reventaban las olas de la exigente talacha editorial

Recordando al maestro

Tengo casi 60 años y durante toda mi vida he sido un hombre de pocos amigos. Felipe Rodríguez Maldonado era uno de ellos. Llegamos a forjar una amistad a prueba de fuego al calor de las luchas universitarias y los sueños juveniles.

Cuando nos conocimos por primera vez, en septiembre de 1982, el signo de nuestra relación fue una desconfianza mutua. Acabábamos de salir de la preparatoria. Éramos estudiantes de la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Coahuila y enfrentábamos los primeros desafíos de la vida adulta.

Felipe veía en mí, como me lo confesaría después, a un joven revoltoso, un desenfadado estudiante de izquierdas con un morral oaxaqueño de lana hilada al hombro, capaz de participar en «toma» de camiones urbanos o hacer plantones en la Rectoría o en las escuelas de nuestra universidad para protestar por las que considerábamos injusticias.

Yo veía en él a un joven profundamente católico, conservador, tradicionalista y de derecha, sin ninguna posibilidad de simpatizar con cualquiera que desafiara con violencia el orden establecido.

Muchas veces me pregunté cómo, a pesar de nuestras diferencias, habíamos llegados a construir nuestra gran amistad.

Al cabo de los años comprendí que, no obstante estos desencuentros, nos hermanaban ilusiones juveniles, como los sueños de construir una sociedad mejor y la búsqueda de la libertad. Después nos uniría con fuerza el periodismo.

Cuando tuve la oportunidad de conocer mejor a aquel joven católico me impresionó su agudeza intelectual, su capacidad de análisis y su vasta cultura, que lo llevaba a hablar con gran conocimiento lo mismo de filosofía que de ciencias sociales, geografía, periodismo, cine, literatura o historia.

Podía hablar lo mismo de las vicisitudes de Hernán Cortés durante la conquista, que de las motivaciones de Alejandro Magno para tomar bajo su puño el Imperio Persa, o de las fortalezas militares y políticas que llevaron al mundo libre a derrotar a Hitler y al Tercer Reich.

Muchos sufrimos la agudeza de su finísimo sentido del humor y sus chispazos de ingenio. Con dos palabras podría desbaratar nuestros mejores argumentos y a la vez hacernos reír. En su cuenta de Twitter dejó una joya de la fineza de su humor al presentarse ante los cibernautas: «Periodista, guapo, simpático e inteligente… y esos son mis defectos».

Su entereza moral, su honestidad salvaje y su ética infranqueable fueron los rasgos más sólidos de su personalidad. Para Felipe todo podía ser negociable, menos el amor a la familia, la verdad y las dos o tres Coca Cola que tomaba al día.

Podía renunciar a todo, menos a sus convicciones forjadas en esa sólida tradición que ante todo privilegia a la familia, el bien común y la necesidad de luchar por el bienestar colectivo. Detestaba la mentira, la trampa y los discursos huecos. Odiaba la corrupción, los partidos políticos y, en general, diría, a todo el sistema político nacional. No digería las truculencias del poder. Su carrera y sus escritos periodísticos siempre dieron cuenta de ello.

En ese marco, desde la juventud comenzamos a construir nuestra amistad.

Socorro Flores y Nora Mirna Gaona, nuestras novias de la universidad y nuestras esposas ahora, también fortalecieron —fortalecimos juntos— ese vínculo indisoluble.

Una anécdota podría pintar de cuerpo entero a Felipe. Allá a principios de los noventa, cuando yo era director de El Sol del Norte, llegó un mediodía a mi escritorio frustrado y con una terrible cruda moral. Felipe era reportero y horas antes había ido a cubrir varios eventos de un líder nacional del Sindicato Ferrocarrilero de gira por Saltillo. Al término de un mitin, el dirigente sindicalista dio una conferencia de prensa rodeado por porros y ayudantes. Conforme a las formas del gremio, al final de la rueda de prensa los personeros del líder comenzaron a repartir sobres con dinero a algunos periodistas. Felipe salió corriendo asqueado de la corrupción. La ofensa era inadmisible. Sin embargo, ya en la calle algunos porros lo alcanzaron. Le dijeron que rechazar el embuste no era opcional y le metieron un billete de cien pesos en la bolsa de la camisa.

Derrumbado en una silla frente a mí, me contó el final de la historia. Tiró el billete a la calle, pero los rudos sindicalistas volvieron a la carga, recogieron el billete y volvieron a poner el dinero en la camisa y, entre amenazas y empellones, lo mandaron con cajas destempladas.

«Son chingaderas», me dijo mientras me aventaba con desprecio el billete en el escritorio sin saber qué hacer. Salió dando un portazo de mi oficina rumiando su derrota y maldiciendo la descomposición sindical. Era más de lo que podía tolerar.

Tuve la fortuna de ser su compañero en muchos medios de información: El Sol del Norte, Asterisco, Revista de Coahuila, Punto y Coma, Espacio 4 y Palabra. Incluso, en la universidad, en los ochenta lo invité a participar junto con otros compañeros en publicaciones de izquierda como Cambio, que dirigía Jaime Martínez Veloz. Felipe publicaba bajo la condición de que no le movieran ni una coma a su artículo. Así lo hacíamos.

Nuestra pasión común por el periodismo y nuestro paso por las redacciones nos hermanó más y más al cabo de los lustros. Nuestras platicas versaban sobre todo, pero irremediablemente resbalaban en nuestros temas: el periodismo, los periodistas, la comunicación social, la política y los políticos.

Era un editor perspicaz y agudo. Inteligente como el que más, siempre sorprendía en las juntas editoriales de las redacciones con un punto de vista alternativo, un ángulo invisible para los demás o una perspectiva paralela. Pensaba, decimos ahora, fuera de la caja. Cuando los editores discutíamos o peleábamos a gritos, la paciencia y agudeza de Felipe, quien parecía no conocer el estrés, aparecían de la nada para calmar las aguas revueltas, dar luz y marcar un rumbo. En medio de las llamas, era un bombero con un manantial en las manos. Gracias a esa personalidad apacible, era la roca donde reventaban las olas de la exigente talacha editorial; una suerte de estado zen que solía recordarnos a quienes estábamos a su alrededor que no hay nada que ganar en la histeria y la desesperación.

Era muy riguroso con el oficio: las notas y cualquier texto periodístico no sólo deberían buscar la verdad y tratar de explicarla. También había que escribirlo bien conforme a todos los cánones y reglas del estilo. No había pretextos ni creía en falsas disyuntivas: las noticias deberían presentarse bien escritas y en los tiempos de cierre. Punto.

Amaba el periodismo y todo el ambiente de los periodistas con el mismo ardor que odiaba al sistema. En Palabra dimos codo a codo muchas batallas periodísticas durante más de 10 años hasta el cierre del periódico. No había nadie tan querido ni tan respetado en la redacción. En las duras jornadas de los cierres, era el mejor consejero de reporteros, fotógrafos, diseñadores, editores y coeditores, que arribaban a su escritorio a llorar las desventuras del día, a despotricar contra los jefes y directivos o en busca de un consejo o consuelo. Imperturbable, con la vista puesta en el teclado de la computadora y con una Coca a su lado, los escuchaba a todos.

Con los años, nuestra amistad y la de Socorro y Nora, que en los últimos años han desplegado sus dotes en áreas de la comunicación, la academia y la tanatología, crecieron y crecieron. Mientras tanto, Felipe y yo seguíamos en nuestras carreras en el oficio. Él llegó a convertirse en un maestro de decenas de periodistas jóvenes y de la vieja guardia, a quienes les inculcó el arte de un oficio cuyo sufrimiento conlleva una redención: ayudar a los demás, construir sociedad, servir. Yo, por mi parte, hacía lo que podía en las redacciones.

Un mal día de 2008, después de un cierre de una edición de Palabra, me dijo con cierta preocupación en mi oficina: «Me tiemblan las manos. Por momentos no tengo control de ellas». El diagnóstico inicial fue «temblor esencial», un padecimiento neurológico cuyo origen es un misterio. Al paso de los años, los médicos cambiaron su valoración. No era un caso de «temblor esencial», sino una afección mucho más terrible: Síndrome de Párkinson.

No podía haber peor diagnóstico, pero Felipe lo enfrentó con una fortaleza sin igual. Aunque graduales, al cabo de los años las consecuencias fueron funestas. Una tarde de café me habló de su futuro con la tranquilidad de quien comenta el argumento de una película o el final de un cuento: rigidez en el cuerpo, temblores en manos y piernas, mareos, pérdida de la expresión facial, sueño intranquilo, depresión, dolores de cabeza y pérdida de memoria.

Un perfil suyo del 5 de abril de 2022, de la periodista Quetzali García en Vanguardia resumió así su nueva condición de salud: «Felipe Rodríguez, el editor que “adoptó” un tigre».

«El Párkinson es un tigre que me saqué en una rifa para la que no compré boleto», le dijo a la periodista.

El editor se decidió a enfrentar la fiera y se preparó para dar la batalla de su vida con una voluntad de acero. Durante años había seguido acudiendo a la redacción de Vanguardia, su última casa de trabajo, cargado de todos los esclavizantes achaques de la enfermedad.

A pesar del cuadro de la tragedia, se reveló como un verdadero guerrero: seguía editando notas, redactando artículos, atendiendo fuentes informativas y, lo que quizá más le apasionaba, orientando el trabajo de reporteros y editores. Un guerrero sin armas suficientes en el cuerpo para enfrentar una batalla que, de antemano, sabía perdida.

Un día, el cuerpo no respondió más y Felipe tuvo que abandonar la redacción para dedicarse en alma y corazón a enfrentar el Párkinson y todas sus complicaciones, con la última esperanza de atenuar sus estragos inmovilizantes.

Si nadie puede explicar a ciencia cierta qué es el amor, el nombre de Socorro Flores y de sus hijos Fernanda, Jimena, Mariela y Felipe bien pudieran ser un sinónimo preclaro del significado real de esa palabra. Una vez que esposa e hijos supieron que la batalla no sería difícil, sino imposible, se entregaron en cuerpo y alma a una tenaz, persistente y desgastante lucha para tratar de restarle velocidad al avasallante padecimiento.

Durante años dieron la lucha día a día, minuto a minuto y segundo a segundo, para procurarle a Felipe las mejores condiciones dentro de la adversidad. El amor, la paciencia, el esmero y la generosidad con que lo hicieron no tuvo fronteras.

La fría madrugada del sábado 16 de diciembre del 2023, después de una noche intranquila como ninguna, Felipe rezó un rosario acompañado de su hijo, encontró cierta paz y tranquilidad y se quedó dormido. Felipe Jr. le encendió una vela. Por la mañana ya no despertó. Su espíritu, quiero creerlo, había logrado liberarse, por fin, de un cuerpo que lo ataba a una cárcel de calamidades.

Su ausencia hace hoy al mundo menos bello. El periodismo de Coahuila pierde a un gran activo: a alguien que se definía como «un evangelista de un escritorio público», uno de esos editores que aportan y enseñan tanto y a tantos sin hacer ruido en las redacciones. A Coco, a sus hijos y a quienes lo quisimos tanto nos deja como legado la congruencia, la lealtad, la búsqueda infatigable de la verdad y la firme convicción de vivir por lo que creemos.

Después de 41 años de conocerlo, a Felipe podría definirlo como el mejor esposo y el mejor padre. O como un gran hermano, un amigo sin par, un excelente periodista o un maestro de la vida. Creo, sin embargo, que la mejor definición suya es la de un espléndido ser humano. E4


Recordando al maestro

Del carácter de Felipe me quedo con su sonrisa fácil y su humor finísimo, su estilo sencillo para dar consejos en pocas palabras y sin tantos rodeos, como hacen los buenos maestros del periodismo

Jesús Peña

El primer recuerdo que me viene cuando pienso en Felipe Rodríguez es el del hombre alto, fortachón, de láctea tez, con un recortado bigote negro, llegando a las oficinas del cartorcenario Espacio 4.

Casi siempre era al caer la tarde cuando su saludo resonaba con un eco impresionante en los pasillos del periódico. Felipe era parte insustituible de la plantilla de reporteros, editorialistas y editores de Espacio 4, el periódico del que jamás me cansaré de decir que fue mi escuela, la universidad que me adentró en las calles.

Cuando llegaba Felipe, entraba en su oficina, se dejaba caer pesadamente sobre su silla de alto respaldo, frente a su escritorio. Lo demás era escucharlo teclear con dedos poderosos en su ordenador y mi impresión de ver cómo sus poderosos dedos tecleaban a la velocidad de sus pensamientos.

Al contemplar mi estupor, Felipe me decía: «Peña, lo importante a la hora de escribir una nota, un reportaje, una crónica, una editorial, es tener toda la información posible del tema y el dominio de la misma; lo demás es pan comido».

La verdad es que nunca pude aprender a escribir a la velocidad desatada de la mente de Felipe. Y tengo la esperanza de alguna vez hacerlo, pero quién sabe. Al cabo del tiempo me encontraría con él a lo largo de esta carretera sinuosa que es el periodismo, en la redacción de mi segunda casa, Vanguardia. Y volví a ver al mismo Felipe que había conocido en mis años mozos de reportero. Fue un gusto grande, una sorpresa agradable.

Por supuesto, no se me olvida el día que me acompañó en los funerales de mi padre, a la muerte de mi padre en la víspera de otra Navidad.

Del carácter de Felipe me quedo con su sonrisa fácil y su humor finísimo, su estilo sencillo para dar consejos en pocas palabras y sin tantos rodeos, como hacen los buenos maestros del periodismo. Siempre cordial, sin poses, sin egolatrías. Como el profe buena onda que regaña suavecito.

Va de aquí un recuerdo para mi amigo y uno de mis mejores mentores, Felipe Rodríguez M.

Fuente: Vanguardia

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