En sus últimos años, mi padre y yo dedicamos muchas tardes a hablar del ajedrez en nuestras pláticas en Saltillo, donde nació y creció y a donde volvió tras su jubilación. Debajo de la sombra de las higueras de su casa de Murguía y Múzquiz, hablábamos de manera recurrente de Fischer y su despiadado destino que lo llevó literalmente a la locura
Segunda parte
A principio de los setenta, cuando yo tenía siete u ocho años, mi papá creyó que era el momento de que aprendiera a jugar ajedrez. Me enseñó a mover las piezas, a conocer las aperturas y el juego medio. Citando a no se quién, decía que la belleza y la fuerza de un movimiento no estaba en su apariencia, sino en el pensamiento detrás de él. Cada movimiento debería tener inteligencia, sentido, rumbo. «¿Y los cierres?», gritaba desde el otro lado del tablero. Ese era mi coco: yo nunca cerraba bien los partidos: «¡Tienes que cerrar los partidos, ponte a estudiar finales!», me exigía con un abrumador tono de exasperación como si yo fuera un experto. «¡Tienes que ver dos juegos en el tablero: el tuyo y el de tu adversario! ¡Sólo ves el tuyo!».
Ni entonces ni nunca me dio una mínima concesión. En mis días de principiante —¡sí, en mi niñez!— nunca me dejó ganarle. Menos aún cuando crecí y comencé a dominar el juego. «Entiende», me decía, «esto es una guerra de principio a fin. Al enemigo, ni medio peón».
Y con esa prédica —«al enemigo ni medio peón»— acometía con furia contra mis piezas haciendo una carnicería en el tablero.
Lo mismo hizo en su momento con mi hermano, con mis hijos y con mis sobrinos, a quienes también les enseñó cómo avanzar en los laberintos del juego. Nunca les dio una mínima licencia, nunca cedió medio peón. «Los triunfos son miel y las derrotas hiel», decía. «Pero se aprende más en el fracaso que en la victoria».
Durante muchos años sus alumnos y amigos llegaban por las tardes a retarlo en nuestra casa. Otros lo hacían las mañanas del sábado o del domingo. Siempre los recibía con gusto y emoción. Cuando los estudiantes le preguntaban si estaba listo para jugar, respondía con una fingida soberbia:
—¡Yo no juego: doy lecciones!
Se ufanaba de algunos de sus pupilos que, al paso de los años, llegaron a brillar a nivel nacional y solía exclamar eufórico: «Yo no enseño ajedrez; yo hago campeones». Muchos de ellos harían historia en el ajedrez juvenil y el universitario, pero también a nivel nacional. Norberto Vela, por ejemplo, fue campeón indiscutible en 1976 y 1977 en la Universidad Autónoma de Nuevo León y, posteriormente, sería campeón en ese estado. Vela participaría en varios campeonatos nacionales y quedaría registrado en los rankings de la Federación Internacional de Ajedrez.
En sus últimos años, mi padre y yo dedicamos muchas tardes a hablar del ajedrez en nuestras pláticas en Saltillo, donde nació y creció y a donde volvió tras su jubilación. Debajo de la sombra de las higueras de su casa de Murguía y Múzquiz, hablábamos de manera recurrente de Fischer y su despiadado destino que lo llevó literalmente a la locura; a convertirse en un extremista político y a morir como un perfecto desconocido en un cementerio olvidado del pueblo luterano de Selfoss, en Islandia, apenas rodeado por un sacerdote católico y seis o siete lugareños ignorantes de la grandeza del genio estadounidense.
Me hablaba de Kárpov, Kaspárov, Kramnik y Botvinnik y de otros eruditos que lo fascinaron durante toda su vida no sólo por su conocimiento del universo del ajedrez, sino por sus epopeyas personales y sus conocimientos que calificaba de «atemporales y extraterrenales». Sumidos en la nostalgia, recordábamos también aquellos años cuando enseñaba a sus alumnos y a sus nietos a amar al ajedrez.
En una de esas pláticas, una tarde me contó que uno de sus mejores alumnos, José Luis Silva, era psicólogo, se había incorporado a las fuerzas armadas de Estados Unidos y se había convertido en un maestro certificado del ajedrez en aquel país.
Como buen fabulador, sus historias las solía conjugar siempre con elementos de realidad y fantasía, y yo —como toda la familia— solía tomar sus relatos con una enorme dosis de escepticismo. Sucede que ser bueno en el ajedrez es una cosa y ser un maestro o un gran maestro es otra muy distinta. Pero él insistía, tenía una necesidad insondable de reconocimiento y de que yo le creyera la proeza de Silva. Frente a mi incredulidad, el profesor me contaba una y otra vez el logro titánico de su alumno. Lo hacía como quien habla de la mejor de sus hazañas o como quien entra al estadio con la flama olímpica, pero mis risas sardónicas lo decían todo: reservas, suspicacia, recelo. Él persistía:
— ¡De verás, David! —machacaba—. Silva es un supermaestro del ajedrez en Estados Unidos.
Y yo, que no solía darle crédito, le respondía una y otra vez hiriendo su amor propio:
— ¡Sí. Y yo soy el Papa!
Cuando falleció en abril del 2019, mi madre me cargó con decenas de cajas con la herencia de mi padre: legajos, revistas viejas, carpetas, pinturas, libros, discos, fotografías, artículos periodísticos, tableros y borradores de sus libros de cuentos, crónicas de viajes y poesía.
Me conmovió tener en mis manos una caja con cientos —literalmente cientos— de hojas de juegos de ajedrez escritos con pluma fuente, jugada por jugada, de su puño y letra. Estaban ahí los juegos de algunos de los torneos que organizó; los nombres de los participantes; la disposición de las rondas y los movimientos de cada partida de cada jugador.
Había también apuntes sobre aperturas y cierres de partidas de los grandes maestros, notas de periódicos y datos biográficos de los genios de todos los tiempos. Los folletines e instructivos de ajedrez se contaban por decenas: «Breve Historia del Ajedrez», «Estrategias Básicas», «La Importancia del Enroque», «Tablero y Posiciones de Salida», «Jaque y Jaque Mate»…
Una noche cualquiera, semanas después de su muerte, mientras trataba de organizar sus cientos de artículos y apuntes, puse al azar su nombre completo en Google: Juan Francisco Brondo Cepeda. Añadí una palabra: «ajedrez». Me topé entonces con un artículo firmado con el seudónimo de «Pegaso» titulado simplemente «Brondo». En él, el autor hablaba de la muerte de mi padre, de sus enseñanzas en el CBTIS 7 de Reynosa y sobre cómo lo había conocido frente a los tableros de ajedrez en los recesos de clases.
En su artículo, Pegaso escribía: «El Profesor Brondo formaba parte de un grupo de practicantes de ajedrez entre los que estaba la dinastía de los López: Vito Elio, Víctor Hugo y Alíber. Gracias a su talento y tesón, surgieron del CBTIS 7 (entonces era el CECYT 135) nuevas generaciones de destacados jugadores de ajedrez».
El autor lamentaba que posteriormente Brondo partiera a radicar a Saltillo «y el juego ciencia se fuera a pique en Reynosa».
Remataba así su artículo:
«Considero que hacen falta más Brondos en las escuelas para dar un nuevo impulso a este bonito juego que ayuda a mejorar la comprensión espacial, aporta una buena dosis de concentración y paciencia y, además, potencia el aprendizaje abstracto».
Di las gracias en internet a quien quiera que fuera el autor del artículo. A la mañana siguiente me enteré por las redes que Pegaso era el periodista reynosense Jesús «Chuy» Rivera, compañero mío en el CBTIS 7 y alumno de mi papá.
Días después, José «Pepe» Herrera, ajedrecista y también amigo y compañero mío en la preparatoria —de quien tenía años de no saber de él— me envió un mensaje por Messenger:
«David: tal vez no recuerdes a José Luis Silva, hoy en día es uno de los jugadores de ajedrez más destacados en Estados Unidos. José Luis realizó una exhibición de partidas simultáneas en Fort Bliss, Texas, y la dedicó a la memoria de tu padre. Durante la exhibición portó una playera con su fotografía».
La vida tiene sus propias maneras de callarte la boca. En efecto, Silva no era un fantasma, sino un verdadero maestro del ajedrez, como decía mi padre. Me enterneció el gesto de Silva de dedicarle unas partidas simultáneas, ese espectáculo singular en el cual un maestro o gran maestro juega al mismo tiempo veinte o veinticinco partidas contra igual número de jugadores.
Quedé aturdido con la información durante muchos meses. Hace unos días, una madrugada de insomnio topé con el muro de José Luis Silva en Facebook. Escarbé en sus publicaciones hasta que llegué a un texto escrito el 8 de mayo del 2019, tres semanas después de la muerte de mi padre.
La publicación estaba acompañada con una foto de mi papá con una leyenda: «In loving memory off my chess professor Juan Francisco Brondo Cepeda (1935-2019)».
Silva recordaba en su muro la historia con su maestro (traduzco lo que escribió en inglés):
Alguna vez en la vida, nos topamos con alguien que influye para siempre en nuestras vidas y sobre todo en aquellos amantes de los juegos de Caissa (la musa de los jugadores de ajedrez amateurs y de los que pensamos que estamos un poco más avanzados).
Para mí, esa persona fue el profesor Brondo (maestro de preparatoria técnica en el CBTIS 7, en Reynosa, Tamaulipas, México). Él fue esa persona especial que a mí me inspiró a jugar ajedrez. Siempre me apoyó y, por alguna razón que desconozco, siempre creyó en mí.
La semana pasada apenas me enteré de su fallecimiento, pero no asimilé la noticia hasta hoy; hoy sí me pegó y caí en la cuenta. Anoche soñé con él y, sí, claro, el ajedrez fue nuestro tema de conversación. Tal vez Brondo no fue el mejor y más adelantado jugador de ajedrez que yo haya conocido, pero definitivamente fue el que más influyó en mí para que yo me interesara en el ajedrez.
Para honrar su memoria voy a dedicar la Exhibición Simultánea de Ajedrez que daré el 25 de mayo en FT. Bliss, Texas.
¡Sé que estarás conmigo, profesor! Espero de corazón que estés jugando ajedrez con Morphy, Capablanca y todos los nombres de los que hablamos ayer en nuestro sueño, profesor Juan Francisco Brondo.
Hasta que nos volvamos a ver…
Leí el texto una y otra vez. Las palabras de José Luis me conmovieron hasta el tuétano y en el fondo de mi corazón hicieron vibrar fibras de mí que no conocía. Esa madrugada me fui a la cama con un nudo en la garganta, pero no logré conciliar el sueño.
La próxima vez que vuelva a ver al profesor le diré con la misma sorna de siempre, entre risas (entre nosotros no podría ser de otra manera) y sin ningún remordimiento: «Tenías razón, siempre la tuviste».
Hasta que nos volvamos a ver… E4