Sólo hay una

En los últimos años de su vida, yo solía irrumpir en la casa de mi madre gritando voz en cuello a modo de recriminación el célebre aforismo de Armando «El Chino» Guerra:

—¡Madre sólo hay una… y me tocó!

Mi mamá, desconcertada y titubeante frente a mí, digería con esfuerzo la frase y fingía darme un codazo en la panza al tiempo que me espetaba: «¡Fregadísimo, me la vas a pagar!».

Después reía, gozosa de la broma y de que yo estuviera ahí. Entre las risas y carcajadas, venían los besos y los abrazos de bienvenida acompañados de un coscorrón.

De las muchas virtudes de mi madre, su buen humor, su ironía y su sagacidad eran, quizá, las que mejor hablaban de ella y de su inteligencia.

Recuerdo, por ejemplo, que alguna vez un despistado cliente marcó el teléfono de la casa preguntando si ahí era Lo Diferente, una exitosa parrillada que en Reynosa había hecho de los cortes de carne obras de arte.

—No señor, lo siento mucho —le contestó mi madre con voz lacónica—. En esta casa todo es ordinario.

Ante la insistencia, simulaba con voz llorosa: «No, señor, le digo que aquí todo es ordinario. ¡Snif! ¡Buuu!».

Acto seguido colgaba el teléfono y se reía sola, sorprendida, de sus ocurrencias.

Era una excelente esgrimista verbal. Alguna vez, cuando estudiaba la secundaria, le hice una pregunta sobre la fecha en que la bomba atómica había caído en Nagasaki y se confundió: me dio la fecha del lanzamiento de la bomba en Hiroshima. En mi infinita e insoportable estupidez de adolescente sólo se me ocurrió decirle: «Creo que rebuznaste, Chabelita». Al momento me calló la boca:

—¡Por supuesto! Rebuzné para que me entendieras.

En las tardes invernales de Saltillo, ya entrada en sus ochenta años, solía caminar entumecida de su casa a la casa de mi hermana Rosío, a unos metros de la suya, y, sin mediar salutaciones ni cortesías, exigía en voz alta: «¡Antifreeze, antifreeze!».

Mi hermana, que terminó conociendo hasta los laberintos más remotos de la cabeza de mi madre, acudía presurosa a su despensa y le colmaba un caballito de tequila. Ya con el anticongelante recuperaba poco a poco el color, el aliento y, sobre todo, la sonrisa y la picardía.

El grito y el ritual se hicieron cada vez más frecuentes y hasta en las frescas noches de primavera era común escucharla al llegar: «¡Antifreeze, antifreeze!». Y el anticongelante servido en el caballito.

Una vez un pariente me envió con ella una botella de coñac. Cuando me la entregó, quince días después, vi que estaba abierta y que le faltaba un cuarto de licor a la botella.

—¿Así te la entregó? —le pregunté
extrañado.

—Tuve una emergencia —me dijo con sorna y sin pedir disculpas. La sonrisilla sarcástica en sus labios.

Hace siete u ocho años en la sala de su casa comenzó a hablar de los días que estaban a la vuelta de la esquina. Una tarde mi papá y yo la escuchábamos atentos. Una de sus preocupaciones existenciales era qué demonios iba a pasar con mi padre o con ella cuando uno de los dos se fuera.

«Rosío ya me dijo que ella se iba a encargar de tu papá si yo me voy antes», me comentó esa tarde sin gota de nostalgia. Y sentenció: «Ya estoy lista para irme, pero no le quiero dejar problemas a tu hermana».

Mi padre, con los ojos desorbitados, no daba crédito a sus palabras. Yo, incrédulo, tampoco. Comencé a sonreír maliciosamente viendo a mi padre —descompuesto el rostro, fruncido el ceño— hasta que estallé en carcajadas. «Dice tu esposa que eres un problema», le dije. Y seguí riendo.

Mi madre me siguió el hilo divertida. Seco, circunspecto, mi padre no sonreía. Simplemente veía como dos locos se desternillaban a sus costillas. No esbozó ni una mínima sonrisa. Se llevó el índice de su mano derecha a la sien haciendo círculos, señaló a mi mamá, dijo algo así como «par de cábulas» y se sumergió en la lectura de una revista. Mi mamá y yo seguíamos en lo nuestro.

Esa era Isabel, Chabelita, mi mamá.

Y, sí, madre sólo hay una… ¡y me tocó!

Ciudad de México

10 de mayo de 2024

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