No recuerdo haberle dicho nunca a mi padre: «Te quiero».
Ni siquiera recuerdo la última vez que le di un beso. Debió haber sido, quizá, en mi primera infancia.
Tampoco él me dijo nunca —al menos no lo recuerdo— que me quería. Probablemente me dio un beso el día que nací.
Por mí, eso siempre estuvo bien. Nunca necesité que me lo dijera. En mis primeros años me bastó andar con él para todos lados o verlo llegar por mí, apremiado y ansioso por sus retrasos, al jardín de infantes para llevarme a casa.
De niño me bastaron sus esfuerzos para hacerme reír con sus torpes juegos de magia de monedas y barajas. O sus gritos de impaciencia para que aprendiera, así fuera mínimamente, la regla básica del ajedrez: «Si no matas cuando puedes matar, te van a matar».
Me bastó verlo abrir conmigo los regalos de Navidad, ayudarme a armar un rompecabezas o sentarme a su lado para hacer mis deberes escolares mientras él revisaba los exámenes de inglés de sus alumnos de secundaria.
No necesitaba más. Para mí fue suficiente, por ejemplo, verlo correr a mi lado, agitado y sudoroso, para que no me cayera de aquella bicicleta gris de asiento tipo banana con la que me echó a andar, radiante y feliz, por todas las calles de la Colonia Petrolera de Reynosa.
Ver salir de casa a aquel maestro con un júbilo indescriptible para ir al encuentro con sus alumnos en las aulas era un espectáculo conmovedor. Adoraba a sus clases y a sus alumnos. La escuela no sólo le permitía enseñar sino también llevar el pan a la mesa de la mejor manera.
Al cabo de los años, ya en la adolescencia, me bastaron sus escritos, sus fotografías y sus colecciones de libros de autores rusos y sus poemarios de Neruda y García Lorca.
Lo recuerdo ahí, nostálgico y lacónico con el libro abierto, leyéndome el verso inquietante de León Felipe:
«Y ahora pregunto aquí:
»¿Quién es el último que habla, el sepulturero o el Poeta? ¿He aprendido a decir: Belleza, Luz, Amor y Dios para que me tapen la boca cuando muera, con una paletada de tierra?».
Debió advertir mi confusión de joven quinceañero:
—No lo olvides nunca —me dijo—, el poeta, y nadie más, es el último que habla.
Sus palabras, que entonces eran nada para mí, finalmente fueron todo.
Más tarde, ya en la adultez, me bastaron sus malos chistes, los juegos de billar y sus pláticas interminables en la sala o en las sillas dispuestas bajo el follaje de las higueras de su casa, para mantener firmes como nunca nuestras relaciones. Una anécdota suya tras otra y otra. Sus fabulaciones. Después las carcajadas y mis desmentidos. Las discusiones y las risas que de nuevo iban y venían.
En sus últimos lustros, cuando pasaban semanas enteras sin vernos, yo solía aparecerme sin previo aviso en su casa. Le brillaban los ojos y me recibía a gritos con esas alegrías súbitas de los viejos solitarios: «¡Miren quién llegó!», exclamaba. «¡Miren nada más: un aparecido!». Acto seguido, me daba un abrazo y me reclamaba con enojos teatrales: «¿No tienes padre, o qué?». De ahí, la consabida confesión: «¿Qué has hecho? ¿Cómo va el trabajo? ¿Qué estás leyendo? ¿Nora? ¿Los hijos?». Y después la plática, la plática y la plática. La vida como un cuento.
Podría enumerar mil cosas más: las tardes de familia, los juegos de dominó, la entrada en algún bar, las caminatas por el Centro de Saltillo, los viajes, las idas a la playa, el pan de pulque sobre la mesa, sus discusiones o toda la retahíla de consejos que nunca atendí.
Diré una cosa más. Al final de su vida me bastó para siempre escuchar su voz en el teléfono para darme el pésame por Thiago, mi nieto, su bisnieto. El hijo de Samy y Erick. Las palabras quebradas, la voz en un hilo, fue la segunda vez en toda la vida que lo oí llorar. Hablamos y hablamos. Después vinieron los silencios, las pausas larguísimas, pero ni en esos momentos nos pasó por la cabeza decirnos que nos queríamos. Dos semanas después, él mismo emprendería su camino a nuevos mundos.
En sus últimos días, ya preparado para la partida, pasé muchas horas con él a su lado en su casa de Murguía y Múzquiz, en Saltillo, o en los sombríos cuartos de hospital donde daba sus últimas batallas. Nada me costaba entonces decirle: «Te quiero, te he querido siempre».
Nada me costaba, pero no lo hice.
Incluso hoy, que se cumplen cinco años de su despedida, podría romper las reglas no escritas y decirle simplemente tres palabras: «Te quiero, papá».
No lo voy hacer: ni hace falta ni voy a traicionar nuestros códigos.
Por lo demás, no voy a correr el riesgo de que cualquier noche de éstas se aparezca en uno de mis sueños para reclamarme con su tono quejoso y escéptico de los últimos años: «¿Te quiero? ¿Me dices: “Te quiero”? Déjate de tonterías: no seas cursi y tráete el tablero y las piezas de ajedrez».
No. Jamás correré ese riesgo.
Juegan blancas.
(P4R) Peón cuatro rey.
(P4R) Peón cuatro rey.
Que siga la partida, profesor.