Volver a la escuela

La educación tiene dos tipos de clientes, quien la paga y quien la recibe… Quien la paga tiene hambre de que quien la recibe la aproveche lo más que pueda

Era el diez de agosto de 2015 cuando me presenté en mi primera clase de la Licenciatura en Administración Financiera. Tenía casi 43 años. Estaba muy nerviosa por parecer maestra al mismo tiempo que cumplía el rol de alumna. De nuevo iba al banco de abajo, de nuevo a colocarme al frente del pizarrón.

A la universidad llegué con todo listo, comenzando por una mochila de rueditas y de color rojo: adentro llevaba cuadernos, plumones, post-it, lápices, borrador, sacapuntas, regla, marcatextos, etiquetas, tijeras y demás materiales. Cuando entré al salón, me senté en el pupitre de adelante. Eso lo había hecho en todos los grados escolares de los diferentes colegios donde estudié. Me gustaba escuchar muy bien al profesor, pero en aquel tiempo, además, tenía presbicia, miopía y también me distraía más fácilmente con cualquier ruido.

Cursar una segunda carrera profesional lo decidí porque yo deseaba estudiar una maestría en finanzas, pero se ofrecía únicamente en línea. Jacqueline, una amiga de la escuela, me sugirió tomar algunas clases de licenciatura. «Inscríbete en las necesarias para tener el conocimiento que buscas». Su sugerencia fue atinada. Yo no tenía por qué ser alumna de tiempo completo, sino solo conocer algunos aspectos de finanzas.

Comencé a buscar en casa cuadernos que estuvieran nuevos para etiquetarlos todos parejos. Fui a la papelería por todo lo que faltaba y me hice de un muy buen estuche de herramientas para escribir, como ya mencioné. Aquí debo decir que cuando andaba con tanto papel de admisión leí una parte que decía, «Firma del padre o tutor» y me dije «¿Tengo papá? Pues, sí. Entonces, ¡que firme!». Y me firmó. Me sentí como en mis 18, una chamaca de «La Seca a La Meca» buscando tener todo listo. Nadie me tuvo que andar cuchileando para cumplir con fechas de admisión al Tec de Monterrey, tal como lo había hecho en 1990 cuando iba a ingresar por primera vez a la universidad.

Al principio me confundieron con la maestra o una inspectora de la clase. Mis compañeros se sacaban mucho de onda cuando me veían sentada en el banco de alumnos y, además, desparramando todas mis maravillas que sacaba de mi estuche de escritura. Yo nada más decía, «Tengo que invertirle a las clases. Es oportunidad única».

Me hice famosa rápidamente. Me gané la amistad de mis compañeros y hasta aprendí a hablar como ellos. Un día me dijeron, «Luisa, vamos a estudiar “Conta”, ¿jalas?». «¿“Jalo”? ¿Qué jalo?», y pensé en una puerta. Les tuve que preguntar qué tenía que jalar y se soltaron riendo. «Quiere decir que si vienes a estudiar con nosotros». «¡Haberlo dicho así! Pero sí, ¡sí jalo!», les respondí. Luego aprendí a decir, «¡Si jalo, nunca injalo!». En las clases también aprendí a echar-les mucha carrilla. Bastaba que uno de ellos contestara bien algo para decirles, «¡Aaay, sí, aaay sí!». Y durante tres años y medio fui la estudiante que más gozó ir a la escuela cada día de su vida. Se los firmo. Me gradué de esa carrera —con honores de excelencia— en diciembre de 2018.

Mis profesores pagaron sus pecados conmigo. Los acababa a preguntas. Semana a semana tenía tema para discutir con ellos. Pedro Martínez, mi amigo y además profesor de Matemáticas Financieras, al verme entrar a su oficina me decía, «¿Qué pasó ahora? No te puedo poner más de cien de calificación». Pero mi interés por aprender era genuino. Pobres de Pedro, Dania, Fernando, Homero, Beatriz, Jacob, Eduardo, Carlos y etcétera, etcétera. Llenaría renglones con los nombres de los profesores que bien me podrían haber acusado de violencia psicológica.

Aseguro que rejuvenecí en muchos aspectos de mi personalidad porque, juntarme con compañeros que podrían biológicamente ser mis hijos, fue sanador. Rondaba con todos. Salía a estudiar con los nerds y con los no tan nerds. Me divertía mucho con ellos cada vez que hacíamos reunioncitas en la casa y nos reíamos a morir.

Por otro lado, observaba a los que pasaban ausentes gran parte del tiempo que duraban nuestras clases, quizá pensando en las naranjas de Valencia. Tuve mucho tiempo para todo eso, pero, sobre todo, para reconciliarme con esa parte mía tan autoexigente y muy presente en mi juventud. Aprendí a reírme de mí misma, una actitud muy importante en un ser humano. La vida es muy corta para regañarse por todo.

En las materias me iba bastante bien. Estudiaba muchísimo —días y días— y me encerraba tardes completas a hacer tareas, con mucha anticipación. Tenía mi estilo de escribir y de ordenar las ideas. Todo esto lo había aprendido por una tesis doctoral que me respaldaba. Tenía claro el camino que me había costado sangre en tiempos anteriores. Nada es gratis.

Algunos compañeros que me llamaban por mi sobrenombre, se preguntaban, «¿qué onda con Wicha?». Sobre todo, traía asoleadas a dos que tres víctimas que estaban en mi equipo de tareas. Pero claro, era casi una inquisidora, un capataz que con un látigo los traía «a raya» para que se pusieran a hacer las tareas con mucha antelación. Mi lema era «nunca sabemos qué puede pasar y los trabajos después no salen». Ahora veo con satisfacción que, al menos, dos amigas me dicen «qué bueno que nos traías así porque luego ya no nos preocupábamos de las entregas».De algo sirvió mi compulsión por tener todo listo dos días antes de la fecha límite.

Como ya tenía 43 años, de mi dinero pagaba mi colegiatura. ¡Ah, jijo! Ahí sí me di cuenta el esfuerzo para los padres al tener que pagar la universidad a sus hijos. Qué orgullo para ellos que la aprovechen y qué triste quienes tiran tan preciada bendición. Es un tiempo que jamás vuelve. Si hay un periodo al que yo califico como una de las etapas más bellas de un estudiante es el de la universidad y es de los que más rápido se van.

Otra característica que quiero destacar es que a mí me tocó volver a la escuela en la era digital. Muchos de mis compañeros de clases vivían con su celular entre las piernas o platicando en las bancas de atrás mientras el maestro dictaba las lecciones. Yo me preguntaba mucho por qué harían eso, si era una muy valiosa oportunidad escuchar de primera voz la experiencia de alguien que compartía algo que sabía y que, al salir del salón, ya no lo iba a volver a repetir igual. Hice la cuenta: cada clase, en ese entonces, valía alrededor de unos trescientos pesos. El desgano de los estudiantes que yo veía con esa actitud equivalía a romper tres billetes de cien pesos en una hora y media.

¿Qué tenía de interesante estar viendo el celular en vez de estar poniendo atención en algo que serviría para después? Entiendo que las redes y su inmediatez de respuesta generan unas descargas de dopamina muy fuertes, pero tenemos todo el resto del día para reírnos de memes y noticias que ahí van a estar disponibles. Sentía pena por dos personas: por el maestro y el sentimiento de frustración por ser ignorado clase tras clase; y por los estudiantes que pierden, una y otra vez, la oportunidad de oro de aprender al estar ensimismados en Twitter, Instagram, Facebook y páginas equis del Internet.

La educación tiene dos tipos de clientes, quien la paga y quien la recibe, como dice Pedro Martínez. Quien la paga tiene hambre de que quien la recibe la aproveche lo más que pueda. Pero, lamentablemente, en algunas ocasiones, quien la recibe no tiene idea de la oportunidad que está completamente en sus manos. En ellas prefiere tener un celular y estarlo viendo durante las clases. Qué ironía.

Muchachos, minuto pasado, minuto que no vuelve. Pertenecen a un grupo privilegiado de nuestro país. Tienen a su alcance mucha tecnología que bien puede utilizarse para su beneficio. El tiempo de estudiantes se va tan rápido como el parpadear. Aprovechen lo que tienen y jamás menosprecien ese espacio de crecimiento constante llamado escuela. E4

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